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Analisis

Una reflexión desde Nueva York

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De vez en cuando doy una ojeada a la revista New Yorker, mientras disfruto de un café y de la lectura de los relatos de Alice Munro, ganadora de un premio Nobel de literatura en 2013, considerada la Chejov canadiense. Allí, sentado en un café en el bajo Manhattan y ante la mirada imponente de la Torre de la Libertad, pienso en los grandes depredadores de la política actual desde la caída de las Torres Gemelas.

Una nueva ley agresiva se ha instalado en occidente, que permite a las personas cazar o atrapar tantas presas como puedan, instalándose una política gregaria y polarizada. Lo que convierte a Alice Munro en una escritora portentosa es esa manera con que es capaz de narrar con sutileza, e incluso con delicadeza, las situaciones más brutales y desgarradoras. La trama que se va desvelando en esta historia emociona, más que por el argumento en sí mismo, que realmente es perturbador, por ese estilo tan impactante.

Los acontecimientos actuales deberían quedar diluidos por la armonía y el equilibrio que emanan de este pequeño rincón que es el Memorial Museo de la Zona Cero, pero es subyugada por la vorágine vertiginosa y bulliciosa de los lobos aulladores. El ruido de los coches, las bocinas de los grandes camiones, enmascarándose con la floración primaveral, creando un tapiz entre los colores de una belleza inusual, como los vibrantes músicos en cada esquina con sus instrumentos, los paseadores de perros, corredores, ciclistas, en definitiva, una sinfonía vivaldiana, un tablero de ajedrez en el que se empieza a percibir ese milagro de la floración en las ramas desnudas de los árboles. Minúsculos brotes que crecen con cada rayo de sol. Todo es un ciclo imparable a pesar del giro de las estaciones a nuestro alrededor. El tablero político sigue su partida al margen de la vitalidad de la vida, a pesar del manantial que nos acoge en cualquier urbe, por muy pequeña o grande que esta sea.

Las noticias siguen su curso como una plaga en un manantial de aguas sinuosas, envenenando todo a su paso, los emails sobre el hijo de Biden, Hunter Biden, la guerra Ucranio-Rusa, el adiós del gobierno español al Sahara Occidental, presionado por las políticas anglosajonas, Israelitas y francesas, si quiere que el corredor del gas hacia toda Europa pase por España, las tensiones políticas en el pacífico, la más que posible guerra entre China y Taiwan en un futuro, Putin y sus alianzas con la India, el alzamiento económico y militar de la futura Alemania, la pandemia y todas las políticas relacionadas con el Nuevo Orden Mundial: Cultura de la cancelación, feminismo, ideología de género, etc.

En todas partes está la sombra de la muerte, este relax me permite dilucidar un futuro sombrío sobre nuestras cabezas a pesar de la belleza del instante. Podemos llegar a vivir los últimos momentos de libertad, una primavera sin voz que claudique a las políticas liberticidas y opacas de las grandes corporaciones. Un espectro sombrío recorre nuestra civilización, deslizándose sobre cada uno de nosotros, en nuestras calles, como un espectro despertado por los aquelarres de nuestro tiempo. Como ha dicho Albert Schweitzer, «el hombre apenas puede reconocer a los demonios de su propia creación».

Pero quien soy yo, pobre mortal, aquí sentado, viendo pasar el tiempo mientras leo a Alice Monro para cambiar el mundo. Solo reflexiono, como cualquier otro, y me manifiesto a reclamar mi voz en un mundo dormido por el ruido irreflexivo. Dejo de leer a la cuentista Monro, paso una, dos, tres páginas y me encuentro con un artículo sobre Harry S. Truman. Pienso en esa época, entre abril de 1945, cuando la muerte de Franklin D. Roosevelt empujó a Harry S. Truman al cargo, y enero de 1953, cuando Truman entregó la Presidencia a Dwight D. Eisenhower, la guerra en Europa terminó, Hitler se suicidó, los Estados Unidos lanzaron dos bombas atómicas sobre Japón, comenzó la Guerra Fría, el estado de Israel llegó a existir, la Unión Soviética desarrolló sus propias armas nucleares, China experimentó una revolución comunista, Occidente creó la OTAN, el mundo creó las Naciones Unidas y comenzó la Guerra de Corea. Uno podría seguir. Y supongo, que la vida se repite.

Habrá alguien capaz de asumir los riesgos de Truman, heredero de desafíos desalentadores, que tomó prestadas las visiones de otros hombres para enfrentar los suyos propios, o estaremos viviendo momentos apocalípticos, inciertos, sin que nadie asuma el mando para afianzar la estabilidad mundial.

Me despido, ya es tarde y deseo dejar de leer, para sumirme en mis propios actos reflexivos mientras camino sobre mis propios pasos, hacia un hotel pequeño y tranquilo de Long Island, de un pequeño y tranquilo pueblo de pescadores. Aunque antes cogeré el tren en la estación central y ahí, mientras me relajo, terminaré de escribir las últimas palabras de este artículo, con una cita de Harry S. Truman, que resultó ser también su epitafio. «Hice lo que había que hacer»

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