A casi 25 años del atentado más brutal que haya vivido Estados Unidos en su historia, la ciudad de Nueva York podría tener, por primera vez, un alcalde promusulmán, socialista y de izquierda radical, naturalizado apenas siete años atrás. No se trata de un guión de ciencia ficción, sino de la realidad política actual. Y no es un hecho aislado: es la muestra más visible de una tendencia que se replica en Europa y el mundo occidental.
Mientras las torres caían envueltas en llamas en 2001, Occidente declaraba la guerra al terrorismo islámico. Hoy, un cuarto de siglo después, esa guerra parece haber cambiado de campo de batalla: ya no se libra con armas, sino con ideas, leyes, votos y silencios cómplices. La ingeniería social, esa herramienta estratégica que manipula percepciones y moldea mentalidades, demostró ser más eficaz que cualquier tanque o misil. Ya no es necesario invadir para conquistar. Basta con convencer, reeducar y suprimir toda defensa cultural, eso sí, con el sello de la “tolerancia”.
Europa es hoy un laboratorio viviente de esa conquista silenciosa. En ciudades como París, Berlín o Estocolmo, las estadísticas de violencia, violaciones, inseguridad y choques culturales tienen el mismo rostro: el de una inmigración ilegal masiva, amparada por gobiernos que renunciaron a defender su identidad. Pero más preocupante aún que los delitos cometidos es la pasividad y, muchas veces, el entusiasmo de sectores de la población que avalan con su voto estas políticas. En nombre de la inclusión, se institucionalizó la negación del problema. Quien se atreve a denunciarlo es inmediatamente tildado de racista, fascista o retrógrado.
Mientras tanto, la ingeniería social trabaja en silencio. Desde las escuelas hasta los medios de comunicación, desde las ONG hasta los organismos internacionales, se reescriben los valores, se manipulan los lenguajes y se destruye el sentido común. Se disfraza la debilidad como virtud, la rendición como apertura, el olvido como progreso. Y así, lo que generaciones defendieron con sangre, hoy se entrega sin resistencia.
¿Puede una sociedad sobrevivir si odia sus raíces? ¿Puede una civilización sostenerse si desconoce su derecho a existir? La historia enseña que ninguna conquista fue duradera sin consentimiento interno. Hoy, Occidente está siendo conquistado con su propio consentimiento. El enemigo no necesita invadir: se le abren las puertas, se le financia, se le vota.
Nueva York, símbolo del poder y la resistencia norteamericana, podría pronto estar gobernada por un activista que no solo no reniega del islam político, sino que lo promueve. Europa, que alguna vez se alzó contra el totalitarismo, se arrodilla hoy ante la amenaza de parecer “intolerante”. Y mientras tanto, quienes aún alertan sobre esta deriva son cada vez más silenciados, censurados o cancelados.
La guerra ha cambiado de forma, pero no de propósito. La ingeniería social es la nueva arma de destrucción cultural. Y la peor parte es que muchos ni siquiera lo notan.