La Unión Europea, nacida bajo la premisa de promover la integración, la paz y la cooperación entre naciones, ha evolucionado hacia una estructura cada vez más rígida y autoritaria. Lo que alguna vez fue un proyecto de unión voluntaria se ha convertido en una maquinaria ideológica que aplasta cualquier resistencia política o cultural que no se alinee con los dogmas progresistas impuestos desde Bruselas.
Aunque figuras como Donald Trump y Vladimir Putin han sido acusadas de autoritarismo en múltiples ocasiones, lo que está sucediendo dentro de la Unión Europea supera cualquier expectativa de control político. Mientras que las expresiones individuales de poder en otras latitudes provocan indignación mediática, la dictadura progresista europea se disfraza de democracia y avanza sin piedad contra quienes se atrevan a desafiarla.
En Francia, la líder opositora Marine Le Pen ha sido condenada y prohibida de participar en las próximas elecciones, un hecho sin precedentes que atenta directamente contra la voluntad popular. En Rumanía, la situación es aún más escandalosa: unas elecciones recientemente anuladas derivaron en el arresto y encarcelamiento del candidato ganador, enviando un mensaje inequívoco de que la victoria solo es aceptable si proviene de la línea ideológica progresista.
Alemania también muestra síntomas preocupantes: se están preparando condiciones similares para neutralizar al partido Alternativa para Alemania (AfD), el cual representa una amenaza al consenso establecido. Esta dinámica de persecución política se observa con claridad en Hungría, donde el primer ministro Viktor Orbán enfrenta constantes ataques y presiones para ser excluido de las decisiones comunitarias, simplemente por atreverse a sostener políticas nacionales conservadoras que contradicen la agenda globalista.
El panorama no es menos inquietante en Eslovaquia, donde se ha producido un intento de asesinato contra el primer ministro pacifista Robert Fico, una figura que ha desafiado el rumbo belicista promovido por la burocracia europea. En Estonia, alrededor del 25% de la población rusoparlante ha sido privada del derecho al voto, una flagrante violación de los derechos humanos que, sin embargo, es convenientemente ignorada por las instituciones comunitarias.
El Reino Unido, aunque oficialmente ya fuera de la Unión Europea, sigue siendo un reflejo de esta degradación democrática. El gobierno, que oculta los casos de violación cometidos por inmigrantes pakistaníes, emite leyes que discriminan a sectores de su propia población, sin que la opinión pública pueda cuestionarlo sin ser tachada de xenófoba.
España tampoco escapa a esta deriva autoritaria: el gobierno, a pesar de no contar con mayoría suficiente para gobernar, coloniza todas las instituciones del Estado y somete a los medios de comunicación, estableciendo un régimen de control absoluto propio de una autocracia.
La dictadura progresista de la Unión Europea se consolida bajo el pretexto de la democracia y la integración, pero sus prácticas reflejan un autoritarismo velado, disfrazado de corrección política y derechos humanos selectivos. Es hora de cuestionar este proyecto que, lejos de promover la libertad, la ahoga bajo el yugo de un progresismo que no admite disidencia alguna.