A inicios de septiembre del año 2003, La Central Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, siguiendo las órdenes de Felipe Quispe, secuestró a más de mil turistas en la localidad paceña de Sorata. Aunque los subversivos usaron todo tipo de narrativas populistas para justificar su accionar, solamente se trató de crímenes cometidos por pandillas de tercera generación. La meta final de los revoltosos no era proteger los recursos naturales del país, mucho menos defender a los indígenas, sino encumbrar en el poder a los cárteles del narcotráfico.
La defensa del gas boliviano fue uno de los relatos que abanderaron los terroristas. Sin embargo, diecinueve años después de esos trágicos acontecimientos, Bolivia ha perdido su condición de exportador de gas en la región. Las reservas están en declinación. Además, varios especialistas anuncian que para el 2030 Bolivia estará importando más de 70 por ciento de gasolina, diésel, jet fuel, gas licuado y gas natural. Incluso, ahora mismo, contradiciendo sus propios planteamientos del año 2003, el gobierno está priorizando la venta de gas al mercado externo.
Ya sé que alguien me dirá: «Bolivia tuvo récords de crecimiento en la década pasada». Mi respuesta será la misma de siempre: «El crecimiento boliviano no era sostenible por una simple razón: era gasto estatal ineficiente, nada más». De hecho, El Modelo Económico Social Comunitario Productivo (MESCP) es tan malo que tenemos nueve años consecutivos de déficit fiscal y la deuda externa más alta de nuestra historia.
Con el gas boliviano se volvió a repetir uno de los sofismas más grandes de la izquierda: en el socialismo nosotros, el pueblo, somos los propietarios. No obstante, es evidente que la renta gasífera se usó, únicamente, para sostener a la dictadura. Evo Morales y sus secuaces no dejaron nada en pie.
Pero el sector energético no fue la única víctima. Desde el 2019, Bolivia ocupa los peores lugares en el índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial. Por ejemplo, para el año 2019, el país se ubicó en el puesto 107. Siendo uno de los peores, solo por encima de Venezuela.
Según El fin del trámite eterno, un estudio realizado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) el 2016, abrir un negocio en Bolivia toma más de 11.3 horas de tramites. Esta situación es dramática, pues el promedio regional es de 5.4 horas. No solo se trata del tiempo invertido, sino de la cantidad de requisitos y los malos tratos de los burócratas.
El BID presentó, como ejemplo de lo malo que resulta vivir en Bolivia, el caso de la señora Domitila Murillo. Una ciudadana de 70 años, a quien le tomó 11 meses renovar su cédula de identidad, incluso accedió a sobornar a un policía para agilizar su trámite, para fallecer dos semanas después de obtener su documento. No me quiero imaginar que hubiera sucedido si la pobre mujer fallecía sin tener papeles en regla.
Pero no estamos hablando de un error, sino de un plan para terminar con nuestras libertades. Pues la mayor expansión del Estado se traduce en una reducción de los espacios privados de los ciudadanos.
Un país sin gas, endeudado por varias generaciones y sin respeto al ciudadano son los verdaderos resultados de La Agenda de octubre 2003. Culpables hay muchos. El más grande es el gobierno, sin duda. Pero no debemos olvidar a aquellos que no dejaban de adular a Morales. Esos que, por ganar unos buenos dólares en el corto plazo, ayudaron a crecer a un Leviatán insaciable.
Las generaciones pasadas solían decir: «Bolivia tiene los mejores políticos en los peores momentos, y viceversa». Aunque mi fe en que eso suceda es casi nula, espero que los abuelos hayan tenido razón.