En un hecho que debería encender las alarmas en todo el continente (y naciones democráticas del mundo), la Oficina Federal para la Protección de la Constitución de Alemania (BfV) declaró oficialmente al partido Alternativa para Alemania (AfD) como una formación “ultraderechista” y presuntamente incompatible con el orden democrático. Esta resolución abre la puerta a su vigilancia formal y aviva los intentos para su posible ilegalización, lo que implicaría una ruptura sin precedentes con los principios democráticos que Europa afirma defender.
La AfD no es un movimiento marginal. Fundado en 2013, el partido ha experimentado un crecimiento sostenido, convirtiéndose en la segunda fuerza más votada en las últimas elecciones con un 20,8 % de apoyo y 152 escaños en el Bundestag. Con más de 51.000 afiliados y liderando actualmente las encuestas de intención de voto, su peso político es innegable. Intentar suprimirlo mediante decretos administrativos o sentencias judiciales, antes que a través del debate democrático, representa un giro autoritario preocupante en una nación que se presenta como bastión de las libertades en Europa.
Si bien el informe de la BfV sostiene que la AfD promueve una visión «etnorracial» excluyente, sus detractores advierten que esto no puede justificar la censura de una opción política respaldada por millones de ciudadanos. Más allá de simpatías ideológicas, lo que está en juego es el derecho del pueblo alemán a decidir libremente quién lo representa. Silenciar a una parte significativa del electorado bajo el argumento de que sus ideas no son políticamente correctas vulnera los pilares del pluralismo político y erosiona el ya debilitado estado de derecho en la Unión Europea.
A pocos días de la toma de posesión del nuevo canciller Friedrich Merz, esta ofensiva judicial contra un partido opositor se percibe como una maniobra política para frenar el avance de una alternativa que incomoda al establishment. La democracia, por definición, exige tolerancia hacia todas las voces, especialmente aquellas que cuestionan el consenso dominante. Si en Alemania se criminaliza el disenso político, ¿qué mensaje se envía al resto del mundo sobre el verdadero rostro de la democracia europea?