El año 2011, Hugo Chávez fundó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). La organización fue diseñada para reemplazar a la Organización de Estados Americanos (OEA). De inicio, como muestra de su alianza con los regímenes autoritarios extra regionales, China y Rusia gozaron del estatus de observadores.
Obviamente, usaron esa condición para impulsar su agenda antinorteamericana y antioccidental, por ejemplo, entre el 2017 y 2019, la República Popular de China utilizó la CELAC como principal foro para presionar a El Salvador, Panamá y la República Dominicana para que rompieran relaciones con Taiwán y reconocieran a Pekín. Asimismo, Rusia aprovechó su influencia para asentar su narrativa respecto a Ucrania, incluso Sergei Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores, afirmó que América Latina y Rusia tienen agendas comunes.
Empero, las alianzas entre China y los gobiernos autoritarios de la región no nacen con la CELAC, sino que tienen su génesis en el Foro de Sao Paulo del año 90, algo que la misma Shen Beili, viceministra del PCCh, reconoció el año 2022. Con todos esos antecedentes queda más que claro que la izquierda regional, especialmente, durante los 90, operó a la sombra del Dragón Rojo. Tampoco debería ser extraño encontrar influencia maoísta tanto en la forma de llegar al poder, golpes de Estado como el de Bolivia el 2003, como en la forma de combatir a los disidentes e incluso buscar barrer la cultura judeocristiana, específicamente los valores de la cristiandad, como el caso de la ley educativa de Bolivia.

La teocracia islámica de Irán es otro actor influyente en la región. De hecho, el dictador venezolano, Nicolás Maduro, varias veces se vanaglorió de los acuerdos militares con Irán, a quien incluso llamó: «nación hermana».
En Bolivia, como una muestra de soft power, Irán ha logrado cambiar la doctrina de formación de las Fuerzas Armadas y, al mismo tiempo, establecer centros de entrenamiento para civiles en el Chapare, cuartel general de Evo y sus secuaces narco cocaleros. Esto nos lleva a otro actor con un gran peso político: el crimen transnacional.
La alianza entre el Foro de Sao Paulo y el crimen se hace evidente en tres escenarios, veamos:
El año 2003, luego del Golpe de Estado en Bolivia, Carlos Mesa firmó los decretos de amnistía para todos los revoltosos y terroristas que habían quebrantado el orden constitucional. Casi de manera paralela, inició juicios de responsabilidades contra el alto mando militar y contra el cuerpo ministerial del gobierno derrocado, entre ellos, Mirtha Quevedo y Carlos Sánchez Berzaín. Note la paradoja, quienes atentaron contra la paz, la libertad y la democracia quedan libres de polvo y paja, pero aquellos que defendieron el país fueron convertidos en villanos.
Rafael Correa, al momento de darles personería jurídica, trató a los pandilleros de los Latin Kings como unos muchachos inofensivos: «Me recuerdan a los boys scouts», fueron sus palabras. Esos grupos delictivos se convirtieron en parte importante de la guerra híbrida que el Socialismo del Siglo XXI tiene contra Ecuador y la presidencia de Daniel Noboa.

Por su parte, el 31 de enero del 2015, Bachelet modificó la Ley de Control de Armas en Chile. El espíritu de la normativa radicaba en endurecer los requisitos para la compra y tenencia de armas legales para civiles y la prohibición del uso de armas automáticas para los carabineros. A una década de la promulgación de esa norma, los resultados fueron civiles indefensos, carabineros enfrentando a narcotraficantes en total desventaja y el crecimiento acelerado del Tren de Aragua en el norte chileno.
Note la estrategia, primero se pone al criminal como victima de la sociedad. Es decir, que un malandro que asalta a un transeúnte, en realidad, se está defendiendo de un «malvado» sistema social que lo excluye. Segundo, se desarma por completo a los ciudadanos decentes. Finalmente, se destroza la institucionalidad de la policía, obligando a los efectivos a mirar de palco cualquier crimen, incluso dentro de su propia institución.
En conclusión, los ciudadanos decentes de América Latina tendrán que enfrentar no solamente grupos de crimen transnacional, violentos, bien armados y ambiciosos por consolidar su impunidad. También tendrán que enfrentarse a un grupo de Estados cómplices que han potenciado este modelo criminal, con una visión clara y unificada de tomar y retener el poder, como ya sucede en Venezuela, Nicaragua, El Salvador y Bolivia.