jueves, 02 mayo, 2024

El gatopardo de Roma

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En el décimo año de su Pontificado, escapa a las entendederas de muchos algunos enigmas, que no son misterios, de su obra caracterizada por la misericordia y especialmente, por ese maravilloso arte que crearon los Jesuitas: humo y espejos.

Desde luego que me refiero al Papa Francisco, argentino de nacimiento, paraguayo de corazón; un maestro del disfraz y de lo «políticamente incorrecto» (¿irónico, verdad?) pero bastante más acertado de lo que sus enemigos pretenden.

Hace 10 años que está «en boca de todos». Más que nunca, la Iglesia Católica volvió a un sitial de relevancia bajo su dirección. De hecho que esa Gran Barca, azotada siempre por tempestades (recordando un poco al libro del Padre Alfredo Sáenz), encontró hoy muchas bitácoras que tenía extraviadas, empolvadas, no por errores sino simplemente porque para cada tipo de vientos, para cada calafate, hay diferentes maneras de maniobrar el buque.

Una de las claves para comprender el enigma, que no es misterio, del Papa Francisco está en su primer viaje como Sumo Pontífice. Visitó la Isla de Lampedusa, en Nápoles, Sur de Italia, el 8 de julio de 2013. Algunos comentaristas señalaron, con acierto, que esto era un símbolo de que su objetivo como Obispo de Roma era «predicar el Evangelio en defensa de los más pobres y desposeídos». Otros hablaron, correctamente también, de su discurso centrado contra la «Globalización de la Indiferencia». Todo muy bien, todo muy lindo, todo muy católico, sin duda.

Pero pocos, quizás casi nadie, señalaron un elemento que humildemente, a este comentarista paraguayo no le pasó por alto. «Lampedusa» trae a colación una celebérrima novela italiana del siglo XX, considerada «la más vendida» de todos los tiempos en su idioma. «Il Gattopardo», escrita por el Príncipe José Tomás de Lampedusa, publicada en 1958, meses después del fallecimiento de su autor.

En esta obra de «ficción histórica», tenemos a los antiguos nobles del Sur de Italia (Reino de las Dos Sicilias) enfrentándose a la «Revolución» del «condottiero» Giusseppe Garibaldi y sus «casacas rojas». El protagonista es Don Fabrizio, Príncipe de antiguo linaje, muy rancio, con costumbres ciertamente contradictorias, pero manteniendo siempre la tradición de su pueblo. Cuando los «revolucionarios», conociendo su gran prestigio sobre la población napolitana, se acercan a él para ofrecerle un cargo como senador en el nuevo «Reino de Italia», con enorme y auténtico orgullo de aristócrata, Don Fabrizio (que es una figura literaria para representar a los antiguos Príncipes de Lampedusa) les contesta que «mi orgullo es más grande que mi pobreza» y declina la oferta, prefiriendo continuar con la vida del «Antiguo Régimen» a la que representaba.

Sin embargo, en su rol de «antagonista», el verdadero factótum de la novela es el sobrino de Don Fabrizio. Este joven hombre llamado Tancredi, tan veleidoso como inflamado, es quien arroja la frase que marca a toda la obra e inclusive, inicia una especie de «movimiento filosófico» en sí misma:

«Sí queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».

A esto, señoras y señores, se le conoce como «El Gatopardismo». Una filosofía muy italiana, es más, muy siciliana, que Don Jorge Mario Bergoglio, como argentino con corazón de paraguayo por lo Jesuita, estoy seguro, conoce perfectamente y por sus actos, por sus acciones, podría afirmar que la está aplicando al pie de la letra.

¿Cambiarlo todo? ¿Qué significa eso en el mundo del «Gatopardo»?

Realmente, nada. En las formas, tal y como sucedió con la «Revolución Liberal» de Italia, en la que esta nación se «unificó» bajo los dicterios de la «carbonería» y sus sectarios encabezados por Giusseppe Mazzini, el Conde de Cavour y el mismo Garibaldi, casi todo permaneció incólume. Desaparecieron los «Estados Papales» en 1870, los antiguos Virreinatos Lombardos dirigidos por Austria tiempo antes al igual que los viejos Ducados y Principados Italianos de origen medieval; también sucumbió el centenario Reino de las Dos Sicilias, en donde regían los Borbones Menores. Pero ahora aparecía una nueva «Corona», la de la Casa de Saboya que iba a instaurar, según principios liberales, una «Monarquía Parlamentaria» a la manera anglo-masónica.

¿Qué sucedía? Pues que los mismos «revolucionarios» iban a buscar a Don Fabrizio y su familia para sumarlos a estos «grandes cambios» pero que al final, nada tendrían de distinto, ni en la forma, ni en el fondo, para la nueva nación que estaba surgiendo (los nacionalistas italianos dirían «re-surgiendo»). Variaban los nombres, se modificaban algunas estructuras, pero la esencia permanecía idéntica. Algunas formas mutaban en otras, pero la sustancia seguía intacta, inclusive, diríase que en ciertos casos quedaba más fortificada.

No tengo pruebas concretas pero tampoco dudo de que el Papa Francisco emplea esta vieja estrategia siciliana, el «Gatopardismo», en su inteligente pontificado.

Él sabe que la Iglesia Católica, siempre rodeada de enemigos tanto internos como externos, se encuentra ante una disyuntiva que puede resumirse de dos maneras: «cambiarlo todo para cambiar nada» o directamente, sucumbir ante los embates del océano modernista y caer en una implosión por las presiones que vienen desde adentro mismo de la gran estructura que es Roma.

Tenemos allí, al Santo Padre manejando la Gran Barca, y probablemente observa, con más acierto que muchos de sus predecesores, que al mundo se lo puede enfrentar y se lo puede vencer mostrándose como «diferente» pero siendo «lo mismo de siempre» en simultáneo. Esto es, un Jesuita y Gatopardo «de la pesada», con la magia y la potagia de todo lo que ello implica.

¿Un ejemplo de ello? La más reciente declaración del Dicasterio de la Doctrina de la Fe titulada «Fiducia Supplicans».

Aquellos que están muy inmersos en las narrativas del mundo atlantista pensarán que el Papa Francisco, a través de su Cardenal Víctor «Tucho» Fernández, está realizando cambios enormes en la Iglesia Católica, modificaciones que inclusive, parecieran ser una «capitulación» contra el posmodernismo y la revolución liberal. La prensa internacional publica titulares pomposos y provocativos, afirman con rienda suelta que «La Iglesia Católica está cambiando», ante el rechinar de dientes de algunos desatentos y el aplauso fervoroso de los enemigos de Roma.

Pero de nuevo, tenemos la cuestión a la vista: ¿en qué precisamente «cambió» la Iglesia Católica en los últimos 10 años de pontificado, y más en específico, con la reciente declaración «Fiducia Supplicans»?

Dicho texto afirma y reafirma que el matrimonio es única y exclusivamente «la unión estable e indisoluble entre un hombre y una mujer con el objetivo natural de tener hijos». También señala, luego de explicar extensamente cómo funcionan las «bendiciones», que «la Iglesia no tiene el poder de impartir la bendición a uniones entre personas del mismo sexo» e incluso se deja en claro que «se puede entender la posibilidad de bendecir a las parejas en situaciones irregulares y a las parejas del mismo sexo, sin convalidar oficialmente su “status” ni alterar en modo alguno la enseñanza perenne de la Iglesia sobre el Matrimonio». 

Es claro, demasiado claro el contenido. La lectura meticulosa y desapasionada de la mencionada declaración nos hará comprender que, efectivamente, lo que la Iglesia Católica está diciendo está resumido en el viejo adagio español: «Dios ama al pecador, pero aborrece al pecado».

Esto es, aquellas personas que viven en una situación «irregular», que son «novios fornicarios», «concubinatos», «parejas divorciadas o separadas», «uniones de hecho», «polígamos» e incluso un «par de sodomitas» pueden ir a pedir ayuda a Dios, en forma de bendición, y un sacerdote, según su propio criterio pastoral, la puede dar, siempre con la única intención de recordar a estas personas que la Iglesia Católica no tiene el poder de «legitimar nada» respecto a sus situaciones de fornicio pero sí puede orar para que ellas puedan «abrir la propia vida a Dios, pedir su ayuda para vivir mejor e invocar también al Espíritu Santo para que vivan con mayor fidelidad los valores del Evangelio». Es lo que está escrito, más claro que el agua pura.

Quizás la única crítica que pueda hacerse a este documento en particular, es que no hayan utilizado la expresión que yo redacté: «par de sodomitas».

¿Hubiera gustado más a ciertas personas que en vez de «parejas del mismo sexo» la Declaración dijera «par de sodomitas»? Porque eso es lo que son dos personas «del mismo sexo» que llegan a pedir una bendición al Cura. Tal vez al Papa Francisco y al Cardenal Fernández les haya parecido innecesario resaltar lo de «par de sodomitas» y prefirieron suavizarlo con «pareja del mismo sexo».

Pero no obsta lo siguiente: se bendice «al par» de sodomitas para que «dejen de ser sodomitas». No se bendice a la «sodomía» en sí misma. ¿Estoy siendo demasiado claro?

Quizás en el idioma subdesarrollado de Shakespeare, esto sea más difícil de comprender, porque para ellos, la palabra «couple» viene del latín «copulare» y automáticamente, ellos asocian lo de «couple» (pareja) con la cópula porque el puritanismo y la falta de cópula (precisamente) les tiene con el cerebro cocinado.

Pero, gracias a Dios, el mundo tuvo a Cervantes y a Quevedo y a Góngora y a Tirso de Molina y a Roa Bastos y al Imperio Español. Ese es el idioma que hablan el Papa Francisco y el Cardenal Fernández: español. Y en «español», la palabra «pareja» puede y debe ser entendida siempre como un mero número descriptivo: un «par» de personas, un «par» de pelotas, un «par» de huevos, un «par» de trenes que chocan, un «par» de espadas (en el truco diríamos «perrucho»)… En fin, no me quiero burlar de ningún homosexual, pero realmente, realmente, «par» en español es distinto a «couple» en inglés. Lo que quiero decir con esto es que la «posibilidad de bendecir» es para las «parejas» (personas que necesitan ayuda) y no para las «uniones» (el acto pecaminoso). Hay una gran diferencia y en la lengua española es clarísima.

Cuando el Papa Francisco y el Cardenal Fernández hablan de bendecir a una «pareja de homosexuales», se refieren a ese «par de sodomitas» que van a pedir auxilio a Dios, pero no a su «unión/cópula homosexual», que es un pecado que «clama por justicia al Cielo». Ni más, ni menos. No hace falta que ellos sean peyorativos ni tan explícitos como lo soy yo, pero por amor a Cristo, es impresionante que gente de habla castellana necesite que se los aclare. De hecho que en «Fiducia Supplicans» está escrito textualmente:

«Estas formas de bendición expresan una súplica a Dios para que conceda aquellas ayudas que provienen de los impulsos de su Espíritu – que la teología clásica llama “gracias actuales” – para que las relaciones humanas puedan madurar y crecer en la fidelidad al mensaje del Evangelio, liberarse de sus imperfecciones y fragilidades y expresarse en la dimensión siempre más grande del amor divino. La gracia de Dios, de hecho, actúa en la vida de aquellos que no se consideran justos, sino que se reconocen humildemente pecadores como todos. Es capaz de dirigirlo todo según los designios misteriosos e imprevisibles de Dios. Por eso, con incansable sabiduría y maternidad, la Iglesia acoge a todos los que se acercan a Dios con corazón humilde, acompañándolos con aquellos auxilios espirituales que permiten a todos comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su existencia».

Majestuosa ortodoxia del «jesuita paraguayo» nacido en Argentina, Papa Francisco, así como del Cardenal Fernández. Las bendiciones, al menos estas de las que están hablando peculiarmente, están dirigidas para que los seres humanos puedan «liberarse de sus imperfecciones y fragilidades, reconociéndose, como todos, humildes pecadores que buscan la ayuda de Dios». ¿Es suficientemente claro? ¿O no pasaste el ranquin PISA de Lectura Comprensiva?

Luego, queda más que obvio y evidente que el Papa Francisco, una vez más, con su arte de birlibirloque, con «magia potagia», con «humo y espejos», con un espectacular truco de Jesuita Rioplatense, acaba de «cambiarlo todo sin cambiar nada». ¡Espectacular, el Gatopardo en Roma!

Ustedes se sorprenderían si leen los antiguos «bendicionarios» alto-medievales en donde existen oraciones para los «pares de sodomitas» que pedían auxilio a la Iglesia y esta les respondía, a través de un sacerdote, orando por ellos para que se arrepientan, abandonen sus pecados y vivan su vida acorde a la Voluntad de Jesucristo. Lo más gracioso es que estos rezos provenían más de las Iglesias Orientales que de Roma, pero sirven como evidencia de nada de raro existe en esta clase de acciones: «Dios ama y bendice al pecador, pero aborrece y maldice su pecado».

Habiendo visto todo esto, nos damos cuenta que el Papa Francisco, como el mejor Príncipe de Lampedusa, nos muestra cómo la Iglesia Católica, «siempre en permanente reforma», puede en un solo segundo «cambiarlo todo sin cambiar nada en absoluto». ¡Sólo el Espíritu Santo tiene tanto poder!

Pasaron 10 años de este pontificado que quedará para la historia. Es entendible que los «anglosajones», siempre de poca luz y millones de prejuicios, no comprendan las sutilezas de un Papa con apellido italiano, nacido en Argentina y con corazón de un jesuita paraguayo del siglo XVII. Pero que nosotros, los Hispanos, seamos los primeros en cantar en coro según el movimiento de la batuta del mundo atlantista y la prensa globalista, eso ya es caer en el colmo de la dominación.

Tenemos mucho que aprender, y menos que criticar, de nuestro Gran Maestro, el Gatopardo de Roma, que está luchando en primera línea, más que cualquiera, contra el eterno enemigo de la Humanidad. ¡Feliz Navidad, Viva Cristo Rey!

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