Es preocupante el desprecio que se manifiesta en esta época por la vida intelectual. Si hoy alguien dice «Yo siento» se lo celebra, se le prenden velas y hacen homenajes; pero si uno dice «Yo pienso» es tildado de loco, se le diagnostica alguna fobia inexistente, se le augura un futuro desdichado o se apronta el cadalso de la opinión pública.
No suele ser infrecuente que, en tanto que se aborrece la vida intelectual y la búsqueda del conocimiento y la verdad, se mire con recelo y desconfianza al constante lector, se tilde de extravagante al que lleva libros consigo o de loco al que tiene el valor de leer concienzudamente textos contrarios a sus propias ideas.
Una vez le enseñé, con gran satisfacción, a una profesional del derecho, que estaba leyendo ya casi por completo el clásico «Del Espíritu de las leyes», de unas 500 páginas. Le conté también que había disfrutado de los tres textos más importantes de Rousseau, y otros dos de Locke, además de tres obras completas de Voltaire. Luego de admitir livianamente que jamás leyó esos textos, me trató con desdén, diciéndome que «¡para qué lees todo eso!» En la Iglesia un buen amigo se escandalizó porque me vio leer libros de metodología de la investigación científica, de ciencia y epistemología, el tono de su recriminación fue: «estás poniendo en peligro tu fe». Otro amigo me había alertado de los supuestos peligros de leer el Corán: tengo 2 Corán en mi casa y lo leí hasta la mitad. Una amiga feminista hizo cortocircuito cuando se enteró que yo estaba leyendo un texto fundacional del feminismo, tomo de + 700 páginas llamado «El Segundo Sexo», y cómo no supo responder a un planteo que le hice, porque, obviamente, no ha leído el libro, me respondió que «el feminismo se aprende en la calle, donde las mujeres sienten la opresión del patriarcado». Una apreciada conocida me acuso que hago ínfulas de sabio, porque ando con un libro bajo el brazo por donde voy, «seguramente te querés hacer el interesante»_ señaló. Tengo gente en mi vida que me tiene por heresiarca pues aseguran que tengo el placer morboso de «pasear libros». Hay gente que pasea su perro, otros a su gato, he visto hace unos días a un hombre paseando un loro en el hombro, ¿por qué yo no puedo sacar a tomar un poco de aire a John Stuart Mill o a Ralph W. Emerson?
Más allá de la humorada, pareciera que existe todo un culto a la irracionalidad, agazapado, que medra en las penumbras de la nefasta expresión criolla «¿Para qué lees tanto?» Los ignotos sacerdotes de este culto, a menudo, suelen blandir, punzantes, sentimientos como razones y cultivan la soberbia pretensión de adivinar las motivaciones de los demás, pero ¿ideas?, «no, ideas no, muchas gracias».
Y es que leer, y leer mucho, es el antídoto contra el veneno de la casuística, contra la gastritis del sentimentalismo barato y amarillista, desinfecta como antiséptico esa gangrena de la mente que Voltaire describió con preocupación, si, a saber, el fanatismo. «Teme al hombre de un solo libro», advirtió Santo Tomás de Aquino ¿Qué hubiera dicho de los que hoy desprecian los libros y su abundancia y se quedan con las sucias y raquíticas fotocopias de la Universidad?
Este no es un llamado a renunciar a nuestra capacidad de sentir, sino un clamor por no despreciar lo cognitivo, el cultivo de la racionalidad, especialmente el que se logra mediante el hábito renovador de la lectura de los mejores libros. Por lo que sabemos, antes de la escritura existían las emociones tanto como ahora, pero solo una vez que los seres humanos empezaron a dejar registros, inició la historia propiamente humana.
Los libros, los que han sido sostenidos por la evidencia como correctos, los parcialmente correctos y hasta los equivocados, todos, tienen su lugar en esa historia, y una de las razones por las que cada uno retiene su trono es porque nos enseñan a pensar. Tener en nuestra biblioteca solo los libros correctos, los que finalmente han sido señalados por la evidencia como los ganadores de la puja intelectual, puede ser una expresión de ligereza, una que nos induzca, deliberadamente, a conocer solo una fracción de la historia, y de una manera muy engañosa. Los errores han sido la regla en la vida humana y los aciertos, cuando los hubo, sólo son entendibles dentro del contexto clarificador que brindan los caminos equivocados.
Leer todos los libros y especialmente los mejores libros, cultivar la vida intelectual, espantará, por lo menos transitoriamente, al animal irracional que yace, voraz, en nosotros.
Es más, se puede pronosticar con cierta confianza, que encontraremos emancipador el hábito de la lectura, reconociendo naturalmente que, aún en un mundo de perfectos lectores, persistirán irremediablemente las guerras, latrocinios y la violencia, porque son, para pesar nuestro, partes de la condición humana, y porque nadie es inmune por completo al veneno de su propia maldad; pero también reconociendo que, no puede haber una asignación total de responsabilidades por nuestros actos en un contexto social donde se promociona, promueve y celebra la ignorancia como estilo de vida.
Solo hay una palabra que representa mejor lo humano después de la palabra «libertad», y es la palabra «responsabilidad»; y ambas condiciones no pueden lograrse si dejamos «el templo del saber» abandonado y yermo.