Barack Obama ha vuelto a la escena internacional, esta vez no para hablar de su país, sino para «advertir» a dos naciones soberanas de Europa Central: Hungría y Polonia. En un reciente encuentro organizado por su fundación, el expresidente estadounidense mantuvo una conversación privada con activistas y exfuncionarios de estos países, a quienes elogió por su “lucha por la democracia”, mientras lanzaba una dura crítica contra los gobiernos legítimos de Budapest y Varsovia.
No se trata de una opinión casual: Obama presentó los casos de Hungría y Polonia como ejemplos emblemáticos del “avance del autoritarismo”, insinuando que los procesos políticos internos de estos países representan una amenaza al orden democrático. Para ello, recurrió a testimonios de figuras alineadas con su agenda ideológica: el húngaro Sándor Léderer, un activista de sociedad civil que ha sido abiertamente crítico del gobierno de Viktor Orbán, y Zuzanna Rudzinska-Bluszcz, ex viceministra de Justicia polaca vinculada a sectores liberales y europeístas.
La pregunta es inevitable: ¿con qué legitimidad un expresidente de Estados Unidos, un país que no pertenece ni geográfica ni políticamente a la Unión Europea, pretende erigirse en árbitro del rumbo que deben tomar dos naciones europeas soberanas?
La respuesta parece estar en la visión globalista que Obama ha defendido sistemáticamente: la de una estructura supranacional en la que la soberanía nacional es vista como un obstáculo, y no como un pilar. Hungría y Polonia, con sus gobiernos firmemente arraigados en valores tradicionales, cristianos y en la defensa de la familia y la soberanía cultural, se han convertido en un problema para esa agenda. Por eso no sorprende que Obama haya decidido apuntar sus dardos precisamente contra dos de los pocos países europeos que no han cedido a las presiones ideológicas del progresismo global.
Con todos los desafíos reales que atraviesa Europa —crisis migratoria, inseguridad, estancamiento económico, pérdida de cohesión social—, resulta revelador que Obama centre sus ataques en dos países que, lejos de estar en ruinas, han mostrado estabilidad política, crecimiento económico y una identidad cultural clara.
Este no es un simple “discurso académico” o una reflexión desinteresada. Es, en los hechos, un acto de injerencia política: una figura extranjera, con enorme influencia mediática y económica, utilizando su plataforma para socavar gobiernos electos democráticamente que no se alinean con su visión del mundo.