Durante décadas, el progresismo se ha presentado como un paradigma de superioridad moral. Una corriente que presume de estar del lado correcto de la historia, que se erige en juez de las conciencias y que reparte certificados de bondad a quienes repiten su catecismo ideológico. Sin embargo, bajo esa pátina de empatía y supuesta justicia social, se oculta un dogmatismo incapaz de reconocer sus propias contradicciones y errores.
En nombre de la inclusión, el progresismo ha abrazado ideas que a largo plazo destruyen la dignidad individual, como el colectivismo que niega el mérito personal y disuelve cualquier noción de responsabilidad individual. Bajo la bandera de un feminismo que alguna vez buscó legítimamente la igualdad de derechos, hoy prolifera un feminismo misándrico que convierte al varón común en el enemigo y trivializa los problemas reales que enfrentan millones de mujeres en entornos menos privilegiados.
Lo más alarmante es la facilidad con la que quienes militan estas causas se convierten en defensores o relativistas de regímenes y movimientos que encarnan exactamente aquello que dicen combatir: el fanatismo, la intolerancia y la opresión violenta. No deja de ser una amarga ironía que muchos activistas occidentales salgan a las calles con pancartas en defensa de grupos terroristas de Medio Oriente que, de alcanzar su propósito, serían los primeros en suprimir la libertad, la diversidad sexual, la igualdad de género y cualquier expresión del humanismo progresista que tanto proclaman.
La supuesta superioridad moral del progresismo no es más que un espejismo: un discurso de indulgencia automática que premia la pertenencia ideológica, aunque sus banderas terminen apuntalando causas que niegan la esencia de la libertad y los derechos humanos. Tal vez ha llegado el momento de dejar de confundir buenas intenciones con buenas ideas y recordar que el juicio moral sin coherencia solo conduce a la autodestrucción de las sociedades abiertas.