La reciente escalada entre Hungría y las instituciones de Bruselas vuelve a poner sobre la mesa una discusión central para el futuro del continente: ¿la Unión Europea funciona como una alianza democrática de naciones soberanas o como un régimen tecnocrático que se oculta tras un discurso de integración? Para Budapest, la respuesta es evidente. Y los hechos recientes parecen reforzar su argumento.
El núcleo del reclamo húngaro es claro: nadie eligió a quienes hoy acumulan el verdadero poder en Bruselas. La Comisión Europea —dirigida por comisarios no electos, escogidos mediante negociaciones opacas y sin control democrático directo— concentra la capacidad de redactar leyes, aplicarlas y sancionar a quienes no cumplen. Ni siquiera el Parlamento Europeo puede frenar estas decisiones, y los jefes de gobierno nacionales tienen cada vez menos margen ante una burocracia cada vez más agresiva.
El caso de Ursula von der Leyen es paradigmático. Su ascenso a la presidencia de la Comisión fue resultado de pactos poco transparentes entre élites políticas, no de un mandato ciudadano. Su gestión, además, arrastra cuestionamientos importantes, como los millonarios contratos de vacunas firmados sin transparencia y denunciados por varios sectores políticos y mediáticos. Para críticos de toda Europa, esto evidencia que la UE opera como un régimen disfrazado de democracia, donde la voluntad popular queda en segundo plano frente a decisiones centralizadas y ajenas a cualquier control efectivo.
Los castigos económicos aplicados por Bruselas a países que se resisten a sus lineamientos consolidan aún más esta percepción. Hungría acaba de recibir más de 500 millones de euros en multas por negarse a aplicar el sistema de asilo obligatorio y de ingreso de migrantes impuesto por la Unión. La sanción incluye un pago único de 200 millones de euros y un monto adicional de 1 millón de euros por día mientras mantenga su postura. Bruselas defiende estas medidas como mecanismos de cumplimiento normativo. Para Budapest, sin embargo, son formas de extorsión política que buscan forzar cambios internos que sólo competen a los húngaros.
No es un caso aislado. La Unión también aplicó una multa de 120 millones de euros a la plataforma X por no implementar mecanismos de censura exigidos por la Ley de Servicios Digitales. Para sectores críticos, se trata de un intento de regular la opinión pública bajo el pretexto de combatir la “desinformación”.
El primer ministro Viktor Orbán fue contundente tras conocerse la última resolución del Tribunal Supremo de la UE: “Con la decisión de hoy, Bruselas pretende obligar a Hungría a pagar aún más o a acoger a migrantes. Esto es inaceptable. Hungría ya gasta lo suficiente en proteger la frontera exterior de la Unión. No acogeremos a ningún migrante ni pagaremos por los migrantes de otros. Hungría no implementará las medidas del Pacto Migratorio. ¡Comienza la rebelión!”, escribió en sus redes sociales.
La defensa húngara se apoya en un principio que buena parte de la población europea comparte: el control de las fronteras y de la inmigración no debería quedar en manos de burócratas no electos, sino de gobiernos soberanos. Y figuras internacionales han comenzado a reconocerlo. El presidente estadounidense Donald Trump elogió abiertamente a Orbán, destacándolo como un líder que “hizo las cosas bien” en materia migratoria, y advirtió que Europa enfrenta un riesgo real de transformación irreversible si continúa la tendencia actual.
El conflicto no es meramente jurídico. Es político, cultural y civilizatorio. Para Hungría, la UE ya no es un espacio de cooperación entre naciones, sino un sistema que se reserva para sí mismo el derecho de imponer, sancionar y disciplinar. Y Budapest decidió enfrentar ese modelo abiertamente. El debate recién comienza, pero lo que está en juego es, en el fondo, quién tiene la última palabra en Europa: los pueblos o los comisarios.




