La reciente decisión del activista Piero Molas de anunciar públicamente su retiro como organizador y vocero de la marcha impulsada por el grupo “Generación Z” plantea interrogantes fundamentales sobre la responsabilidad política y social de quienes alientan la movilización juvenil con fines poco claros. A través de un posteo en Instagram, Molas expresó: “Anuncio que, desde el jueves de mañana, ya no formo más parte de la marcha de Generación Z. Ni como organizador, ni como vocero”. Sus palabras, sin embargo, no alcanzan para borrar la huella de haber sido parte del núcleo que gestó y promocionó la convocatoria.
Es evidente que Molas y otros referentes de Generación Z fueron quienes sembraron la idea, promovieron el llamado a marchar y dieron forma a una iniciativa que hoy se presenta sin dirección clara y, lo que es más preocupante, con un fuerte aroma a violencia en ciernes. Basta con observar los mensajes que circulan en grupos de coordinación para percibir un tono agresivo, desbordado de consignas de enfrentamiento y de un ánimo que poco tiene que ver con el legítimo reclamo ciudadano. Frente a esto, la retirada estratégica de los impulsores originales no debería considerarse un simple cambio de postura, sino un intento de evadir la responsabilidad de las consecuencias que puedan derivarse en la calle.
La democracia reconoce y protege el derecho a la manifestación, pero también exige que los organizadores de protestas se conduzcan con madurez, previsión y responsabilidad. Generación Z, lejos de ofrecer un proyecto constructivo, parece haber apostado al descontento como motor de acción, encendiendo la mecha de un movimiento que ahora amenaza con escapárseles de las manos. La retirada de Molas y de otros jóvenes líderes no desarma el dispositivo que ellos mismos ayudaron a montar: al contrario, deja un vacío que puede ser rápidamente llenado por agitadores más radicalizados y menos interesados en mantener la paz social.
En este sentido, la sociedad debe mirar con atención el doble juego que pretenden ejercer ciertos activistas: primero, promueven marchas con un discurso de confrontación, legitiman el enojo y lo canalizan hacia las calles, y después, cuando la tensión se vuelve inmanejable, se apartan con declaraciones en redes sociales. Este comportamiento, más que un acto de honestidad, es un gesto de cobardía e irresponsabilidad política. Nadie debería poder “bajarse” de una movilización sin antes responder por el daño potencial que su promoción inicial generó.
Lo más grave es que, según lo que se percibe en los grupos internos de Generación Z, la marcha del viernes no solo será desordenada, sino potencialmente violenta. Esa deriva es previsible cuando se convoca desde la ira y el resentimiento, sin objetivos claros ni mecanismos de contención. Quienes desde un primer momento alentaron a los jóvenes a sumarse no pueden ahora fingir sorpresa o declararse ajenos a lo que ocurra. La responsabilidad es indelegable: la semilla del conflicto ya fue sembrada, y los nombres de quienes la plantaron quedarán ligados a los resultados, sean cuales sean.
La verdadera madurez política no se mide en la capacidad de movilizar a multitudes a golpe de consignas, sino en la entereza para asumir las consecuencias de las acciones emprendidas. Generación Z parece haber elegido el camino contrario: promover, encender y luego huir. Pero la ciudadanía debe recordar que las marchas no nacen solas ni por generación espontánea; detrás siempre hay promotores, y en este caso son ellos quienes deberán cargar con la responsabilidad.
En conclusión, el episodio expone una peligrosa tendencia: el uso de la juventud como fuerza de choque y la manipulación del descontento social con fines políticos. Si la marcha deriva en violencia, será producto directo de la irresponsabilidad de quienes primero alentaron la movilización y luego, con calculado oportunismo, intentaron lavarse las manos. La democracia exige rendición de cuentas, y en este caso, los promotores iniciales de Generación Z no podrán escapar de su responsabilidad histórica.