Mientras la Unión Europea se jacta de sus políticas de “apertura” y “solidaridad”, los datos oficiales revelan un costado incómodo que muchos gobiernos prefieren ignorar. Según cifras de la Oficina Estadística de la Unión Europea, en 2022 España registró casi seis veces más agresiones sexuales por cada 100 mil habitantes que Hungría, un país señalado constantemente por Bruselas por “cerrar sus fronteras”.
La estadística no es menor: ese mismo año, el propio Ministerio del Interior español confirmó que casi la mitad de los detenidos por delitos sexuales eran extranjeros, aun cuando solo representan el 13,4% de la población residente. Este desbalance debería interpelar a los responsables políticos que defienden un modelo migratorio basado en la complacencia ideológica antes que en la seguridad pública.
Mientras algunos países como Hungría priorizan el control fronterizo y la verificación rigurosa de antecedentes, otros se embarcan en un discurso moralista que no reconoce los costos sociales y culturales de una inmigración masiva y, muchas veces, desordenada. La combinación de fronteras permeables, políticas de regularización indiscriminada y un sistema judicial laxo crea condiciones ideales para que delitos gravísimos se multipliquen, dejando a los ciudadanos europeos en una situación de indefensión.
En lugar de atacar con etiquetas a quienes alertan sobre este fenómeno, la Unión Europea debería preguntarse por qué aquellos países que se atreven a ejercer su soberanía migratoria muestran indicadores de criminalidad mucho más bajos. Persistir en la negación, por corrección política o comodidad burocrática, no hará que la realidad desaparezca. Solo contribuirá a que la violencia siga creciendo mientras la ciudadanía paga las consecuencias.