Por Marcos León
Esto no fue una tragedia personal. Fue un asesinato ideológico. Un crimen a sangre fría, planificado por quienes ya han absorbido, aunque sea de manera rudimentaria, la lógica más perversa de la cultura abortista: el que estorba, muere. Y si no muere con pastillas, entonces se le elimina por otros medios.
Fernanda no quiso abortar. Dijo “no”. Se negó a matar a su hijo. Y por eso la mataron a ella.
Y aquí aparece un dato que hiela la sangre: la cómplice intelectual es aspirante a medico. Era apenas una aspirante, pero ya hablaba como profesional de la muerte. Instruyó con lenguaje técnico, sugirió dosificaciones, y recomendó “inyectar aire en las venas” para no dejar huellas. Como si estuviera comentando una práctica de laboratorio. Como si lo humano ya no le importara.
Esto exige una pregunta directa a las universidades: ¿Qué filtros están aplicando para saber a quiénes se está entregando el poder sobre la vida humana? ¿De qué sirve tener cátedras de bioética si no hay forma de medir si el alumno ha entendido algo más allá del contenido teórico? ¿Alguien se preocupa por saber si el estudiante ha interiorizado el principio más elemental: que toda vida humana tiene un valor intrínseco? ¿Dónde están los resultados de esas cátedras? ¿Qué indicadores usan para saber si la enseñanza de ética médica es algo más que un trámite?
Porque si una persona, antes de siquiera poner un pie en un hospital, ya habla de matar sin culpa, entonces el sistema de ingreso está fallando.
La educación paraguaya necesita repensarse de raíz. No todo el mundo debe tener derecho automático a estudiar medicina. No basta con tener buen puntaje en química o anatomía. Se necesita alma. Se necesita conciencia. Se necesita una humanidad básica.
Debe exigirse —como mínimo— un examen ético básico, una entrevista, una declaración escrita, algo que permita filtrar a quienes ya traen consigo una indiferencia criminal. Porque si seguimos abriendo las puertas de la medicina a personas que no distinguen entre sanar y matar, terminaremos con una ciencia convertida en fábrica de monstruos con bata blanca.
Y no sirve decir que “no todos son así”. Basta uno solo con la mentalidad adecuada para ejecutar un crimen como este. Uno que tenga acceso a drogas, a instrumentos, a conocimientos… y ningún freno moral.
Fernanda fue víctima de esa ausencia de frenos. Pagó con su vida el precio de un sistema que no evalúa almas, que no forma conciencias, que no se toma en serio su rol en la defensa de la vida.
Y el silencio de las autoridades universitarias, de los colegios médicos, de los ministerios, los convierte en cómplices. Porque esta sangre no solo mancha las manos de los asesinos. También mancha las instituciones que callaron, que no filtraron, que no enseñaron, que no protegieron.
Fernanda murió por elegir la vida.
Y su muerte es un juicio para todo