En los últimos años, se ha vuelto cada vez más evidente una preocupante disonancia moral en los discursos de buena parte del progresismo contemporáneo. Se alzan banderas de justicia, equidad y derechos humanos con fuerza, pero esa misma energía se desvanece —o incluso se convierte en complicidad— cuando la violencia, el odio o la discriminación provienen del lado “correcto” de la historia, es decir, del bando ideológico propio. A esto se le conoce como doble moral ideológica, o más ampliamente, como la paradoja del progresismo autoritario.
Autores como Jonathan Haidt, psicólogo social, y Paul Bloom, neurocientífico, han documentado cómo los seres humanos tienden a juzgar el bien y el mal no desde la racionalidad, sino desde sesgos emocionales y de pertenencia grupal. Este fenómeno, cuando se ve exacerbado por la tribalización de la política de identidad, convierte a las causas nobles en armas ideológicas, muchas veces contradictorias con los valores universales que se proclaman.
Así, se observa cómo ciertos movimientos denuncian con razón el racismo, pero a la vez justifican expresiones antisemitas siempre que se disfracen de “crítica al sionismo”. Se exige igualdad, pero se difunden discursos de odio contra “los hombres” como categoría colectiva, como si todos fueran opresores por el solo hecho de ser varones.
La defensa de la diversidad sexual también se torna selectiva: se levantan pancartas por los derechos LGBT+, pero se guarda silencio frente a regímenes islámicos donde los homosexuales son perseguidos o asesinados. En una marcha feminista se puede ver quemada la bandera de Israel, mientras se evita cualquier crítica a países donde las mujeres ni siquiera tienen derecho al voto o a conducir.
Las feministas Camille Paglia y Christina Hoff Sommers han denunciado hace años esta deriva. El feminismo que nació como una lucha por la igualdad ante la ley, en muchas de sus ramas actuales ha mutado en una ideología que promueve una forma encubierta de misandria —odio al varón— justificada como “resistencia al patriarcado”. Esta lógica lleva a justificar homicidios o abusos cometidos por mujeres bajo la idea de que “defendían algo” o eran “víctimas previas”. Los niños abusados por mujeres, o los varones en situación de sufrimiento, son ignorados o relativizados porque, supuestamente, forman parte del grupo “privilegiado”.
En paralelo, intelectuales como David Hirsh y Deborah Lipstadt advierten sobre la creciente presencia de un antisemitismo de izquierda: ya no es el clásico odio racial, sino uno moralizado y sofisticado, que convierte a Israel y al pueblo judío en el símbolo de todo lo opresor. La complejidad del conflicto palestino-israelí se reduce a una narrativa simplista: los judíos son los malos, y el resto, víctimas indefensas.
La moral selectiva se vuelve aún más peligrosa cuando entra en juego el mito de la maternidad benévola: abusos ejercidos por mujeres, incluso contra sus propios hijos, son invisibilizados porque contradicen la idea romántica del “instinto materno”. De ese modo, las víctimas no importan si pertenecen al grupo equivocado.
Todo esto no es nuevo, pero su profundidad y legitimación cultural crecen. No estamos ante simples contradicciones ideológicas, sino ante una estructura de pensamiento que opera con lógica de tribu, no con principios universales. Se protege “al grupo” propio a toda costa, incluso cuando sus actos violan los valores que se dicen defender.
El progresismo autoritario ha logrado apropiarse del lenguaje de los derechos humanos, pero lo aplica con bisturí ideológico: quién sufre importa menos que quién hace sufrir. Y esa es una peligrosa forma de justificar el abuso, la injusticia y el silencio cómplice.