“Desde que se inventó la imprenta, la libertad de prensa es la voluntad del dueño de la imprenta”, argumentó el progresista Rafael Correa, ex presidente de Ecuador, cuando en algún momento soñaba con una “ley de medios”, y desde entonces, personas con sensibilidades políticas de izquierdas han repetido la frase como un mantra que resuelve cualquier incomodidad que les genere la línea editorial de algún medio de comunicación.
Lo cierto es que ninguna libertad es infinita y que toda libertad conlleva una obligación correlativa. En ese sentido, los intelectuales que han caracterizado el ecosistema de libertades occidentales siempre han reconocido las desventajas de un sistema de libertades, las cuales, sin embargo, son mucho menos gravosas que las del totalitarismo. “La libertad es preferir los riesgos de la autonomía a la seguridad de la servidumbre”, declaró el filósofo español Antonio Escohotado.
Siendo la libertad de expresión una extensión de la libertad de pensamiento, y la libertad de prensa una extensión de la libertad de expresión, y señalando la falsa equivalencia que hace Correa entre la libertad de prensa y la línea editorial de un medio de comunicación (que no son lo mismo), yo me pregunto ¿cuál es la alternativa a lo expresado por el Correa? ¿Una ley de medios de comunicación que convierta a los propietarios en vicegerentes del poder político de turno? ¿Qué los sindicatos de periodistas empleados a un medio ejerzan medidas de presión para orientar la línea editorial del “dueño de la imprenta”?

El 14 de junio de 1643, John Milton, el épico escritor del oro inglés, compareció ante los lores y los comunes de su país para exhortarles que no aprueben una ley que disponía que, desde entonces solamente serían publicado libros, líbelos y pasquines que fueran aprobados por el poder político, y todo debido a que salieron “a luz muchas obras falsas, escandalosas, subversivas y difamatorias, con gran descrédito para la Religión y el gobierno”.[1] Milton argumenta que “la Ley en modo alguno procura la supresión de libros difamadores, subversivos y escandalosos”, sino que “causará notable desánimo en la ciencia y esclerosis de la verdad, no solo aletargando y golpeando nuestras facultades en lo ya conocido, sino además desmontando y obstaculizando posteriores descubrimientos que pudieran llevarse a cabo en inteligencia religiosa y civil”[2].
Milton advierte que la ley de prensa solo servirá para que el poder persiga a los disidentes y se cancele ciertos puntos de vista incómodos para el régimen de turno, y que además los mismos argumentos para censurar publicaciones políticas pueden servir para otras arbitrariedades: “Si razonamos regular las prensas para con eso enderezar los hábitos…”, expone Milton, “…deberemos regular toda clase de distracciones y pasatiempos, todo aquello en que los seres humanos encuentran su esparcimiento”,[3]por lo tanto, “sean los libros permitidos sin medida, destinados tanto a probar la virtud como al ejercicio de la verdad”. [4]
Una ley de medios de comunicación es perjudicial porque impide el ejercicio de la verdad, señala John Stuart Mill, pensador liberal inglés del siglo XIX, cuando dice:
“Lo que ha de particularmente nocivo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posteridad y a la generación presente (…) Si esta opinión es justa se les priva la oportunidad de dejar el error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no menos grande: una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad producida por el choque con el error”.[5]
Al respecto Ludwig Von Mises, representante más conspicuo de la Escuela Austriaca de Economía, advirtió: “La libertad de prensa no es más que una vana entelequia cuando el poder público controla efectivamente las imprentas y fábricas de papel, y lo mismo sucede con los demás derechos del hombre”[6].
Por supuesto, como dijimos, las libertades implican obligaciones y “demás está decir que la libertad de expresión no implica la posibilidad de lesionar derechos de terceros y, por tanto, no significa que la justicia se abstenga de intervenir para enmendar lo que debe enmendarse”.[7] Al respecto, Cato[8], uno de los pensadores antifederalistas de los Estados Unidos en proceso de formación, dijo:
“La libertad de expresión es el derecho de cada hombre mientras no lesione el derecho de otros. Este privilegio sagrado es tan esencial al gobierno de un país libre, que la seguridad, la propiedad y la libertad de expresión siempre van juntos; en esos países desgraciados donde el hombre no puede reclamar su lengua como propia, escasamente puede considerar otra cosa como suya. Cualquiera que quiera eliminar la libertad de una nación debe empezar por conculcar la libertad de expresión”.[9]
Por eso, cuando Correa equipara la libertad de expresión a la libertad del dueño de la imprenta incurre en un falso dilema. Ambas cosas pueden concurrir simultáneamente sin lesionarse mutuamente. Existen mecanismos de resolución de antagonismos entre periodistas y dueños de medios que posean distintas formas de ver los hechos, entre ellas, el dejar de trabajar juntos; entonces el periodista busca un medio más afín a sus ideas y el dueño de la imprenta busca un periodista más afín a su línea editorial ¿Qué el mundo no debiera ser así? Bueno, pues le invito a usted a permitir que se utilice su propiedad privada por terceros para hacer cosas con las que usted no comulga ¿Lo permitiría? Imagino que no. Bueno, no exija a otras personas lo que usted no haría.
Ahora, si la salida que propone el progresista Correa es la seleccionada, esto es una ley de medios de comunicación, entonces ahí ya no existen mecanismos de salida para nadie y el conflicto adquiere proporciones mayores ¿Si todos los medios de comunicación están encorsetados por una ley que les dicta qué decir y qué no decir, a donde va un periodista que quiere opinar en contrario? No existe salida ¿A dónde va un empresario de medios de comunicación que quiere opinar en contrario? A ningún lado, y a pesar de que las imprentas, cámaras y micrófonos estén registrados a su propiedad, no son suyos, e incluso ellos mismos se habrán convertido ya en los vicegerentes de comunicaciones del poder político de turno.
Por eso, no es extraño que Thomas Jefferson, conociendo en su época ambas caras de la realidad, las desventajas de la libertad y del totalitarismo, haya declarado: “si me dejaran decidir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo último”.[10]
[1] John Milton, Areopagítica, p. 19., Ediciones Brontes, 2011.
[2] John Milton, Areopagítica, (1643) p. 32. Ediciones Brontes, 2011.
[3] John Milton, Areopagítica, (1643) p. 64. Ediciones Brontes, 2011.
[4] John Milton, Areopagítica, (1643) p. 69. Ediciones Brontes, 2011.
[5] John Stuart Mill, Sobre la libertad, (1843) p. 29. Ediciones Brontes, 2011.
[6] Ludwig Von Mises; La acción humana (1949), p. 349, Unión Editorial, 2021.
[7] Alberto Benegas Lynch (h), Límites al poder: los papeles antifederalistas, p. 60.
[8] Cato fue el seudónimo de dos pensadores de nombres John Trenchard y Thomas Gordon que figuran entre los pensadores antifederalistas de los Estados Unidos de América. Publicaron entre 1719 y 1723.
[9] Alberto Benegas Lynch (h), Límites al poder: los papeles antifederalistas, p. 61, Ediciones Lumiere, 2004
[10] Alberto Benegas Lynch (h), Límites al poder: los papeles antifederalistas, p. 63, Ediciones Lumiere, 2004