En la era digital, la búsqueda de la «información veraz, responsable y ecuánime» se ha vuelto una quimera relegada al rincón más oscuro de los recuerdos. Los periodistas, supuestos guardianes de la verdad, se han vuelto presa de la desinformación y la manipulación. La ética periodística, alguna vez venerada, es ahora un mero adorno retórico en un paisaje mediático contaminado por intereses ocultos y agendas particulares.
Aunque cada vez es menor, el poder de la prensa para influir en la opinión pública es innegable. Sin embargo, en lugar de ser una fuerza en favor de la transparencia y la libertad, los medios de comunicación se han convertido en vehículos de desinformación al servicio de agendas políticas y corporativas. La objetividad, una vez considerada sagrada fue, hace ya mucho tiempo, sacrificada en el altar del sensacionalismo.
Los periodistas, obsesionados por atraer audiencias y mantener la relevancia en un mercado saturado, recurren a tácticas cuestionables. La línea entre la información y la propaganda ya no existe, y los ciudadanos naufragan en un mar de titulares sensacionalistas y noticias falsas.
Detrás de cada titular, de cada editorial, hay un conjunto de decisiones que reflejan sesgos políticos y económicos. Los periodistas, lejos de ser defensores de la verdad, se convirtieron en cómplices (in)voluntarios en la difusión de mentiras y medias verdades.
La «información veraz, responsable y ecuánime» es ahora una reliquia del pasado, opacada por la sombra de la desinformación y la manipulación. En este contexto, es responsabilidad de cada uno de nosotros ejercer un pensamiento crítico y cuestionar la veracidad de la información que consumen.