En un patrón repetido innumerables veces a lo largo de la historia, los políticos recurren a una de las tácticas más deplorables y bajas: utilizar a los jóvenes como «carne de cañón».
Amparados en palabras vacías y bajo la bandera de la “juventud y la rebeldía”, estos líderes convocan a estudiantes para salir a las calles e intentar lograr lo que ellos no, por falta de ideas, por falta de habilidades para convencer (primero a los electores y luego a sus pares) y prometiendo un cambio que más a menudo de lo que los jóvenes piensan, muere una vez que la policía interviene.
Este fenómeno ha sido especialmente evidente en los últimos tiempos, donde las protestas estudiantiles se han convertido en un medio común para expresar descontento político. De hecho y para más INRI vean el caso de Chile, donde los estudiantes tuvieron su “revolución” y dejaron de ser un ejemplo en la región para pasar a ser, en tiempo récord, la preocupación cuando no la burla.
Cuando las marchas comienzan, y no creo que este caso sea la excepción, los políticos se colocan estratégicamente detrás de los jóvenes, empujándolos hacia el frente de la línea de fuego. Son ellos quienes enfrentarán la represión policial, recibirán los golpes, gases lacrimógenos y balas de goma, mientras los líderes políticos observan desde la distancia, resguardados en sus oficinas.
Es en estos momentos de conflicto cuando la verdadera naturaleza de la relación entre los políticos y los jóvenes se hace evidente. Líderes lanzando discursos inflamados desde la seguridad de sus despachos y estudiantes abandonados a su suerte.
Esta explotación del ímpetu juvenil además de inmoral es profundamente cínica. Para ellos, los jóvenes no son más que meros peones en un juego de poder, fácilmente descartables una vez que han cumplido su propósito.
Pero no me crea a mí, porque me estoy adelantando a los hechos; solo espere porque, como dijo Charles Chaplin, “El tiempo es el mejor autor”.