Jesús de Nazareth, como hombre, hijo de José y María, resucitó al tercer día “conforme a las Escrituras” y así venció a la Muerte y a Satanás. Pero su muerte no fue debido a su pecado, sino a que tomó “nuestros” pecados y por eso murió.
Adán cuando fue formado, conforme hemos ya visto en la entrega N° 2 de esta serie, tenía este orden en su diario vivir: 1) Espíritu, 2) Alma, y, 3) Cuerpo. Lo que gobernaba al hombre era su espíritu, quien regía sobre el alma, y ésta sobre el cuerpo; era un ser espiritual.
Pero luego de haber pecado, ese orden se invirtió quedando su espíritu sometido al alma, y ésta al cuerpo. De ser una persona espiritual, se transformó en una persona carnal, deseando no las cosas espirituales, sino las carnales. Y eso debido a que se volvió un ser pecador y por ende condenado a muerte. Ojo, no es que el hombre por pecar se vuelve un ser pecador, sino que el hombre peca porque ES un ser pecador por naturaleza.
Jesús, al tomar nuestro lugar en la cruz, ser condenado Él en vez de nosotros, y resucitar, abre un camino de que si creemos -por fe- que Él murió en nuestro lugar, y creemos que resucitó de entre los muertos, somos justificados por su muerte, y no se nos puede más condenar por eso porque Él cumplió la condena y sentencia que debía recaer sobre nosotros.
Ahora bien, en ese creer y aceptar este hecho, algo se produce en nosotros que no podemos explicar racionalmente, solo se puede comprender espiritualmente, y fue algo que el Señor dijo a un fariseo (de los que creyeron en Él), y es imperativo que citemos esta reveladora conversación:
Este hecho espiritual del ‘nuevo nacimiento’ está mencionado varias veces en el Nuevo Testamento. Y es precisamente lo que ocurre cuando aceptamos y creemos -como ya dijimos- que Jesús murió por nuestros pecados (por nuestra culpa) pero que resucitó al tercer día y hoy está sentado en el cielo a la diestra del Padre, y lo aceptamos como nuestro Salvador.
Y al hacer esto, el orden divino del ser humano queda restablecido en nosotros debido a que se produjo un nuevo nacimiento, no de carne y sangre, sino del Espíritu.
Entonces, luego de haber nosotros admitido que somos pecadores, que merecemos la muerte, pero que Cristo murió por nosotros y que resucitó de entre los muertos, somos justificados, restablecidos en nuestro ser en el orden divino, y nacemos de nuevo. Algo pasa entonces, que como ya mencionamos, es difícil de explicar con palabras, pero el Señor lo puso bien en claro:
Algo dentro nuestro cambia. Cosas que eran de importancia de pronto se vuelvas vanas. Nuestra conciencia se sensibiliza y nos hace ver que cosas que creíamos eran normales hacerlas de repente nos resultan feas, malas, sucias. Y con la misma, empezamos a buscar las cosas de Dios, pero no tratando de ser buenos o religiosos, sino que nace en nosotros una necesidad hacia Él que nos atrae.
Es precisamente porque ahora el que empieza a tomar el control de nuestras vidas es el Espíritu Santo que viene a morar en nosotros. Sí, al haber tomado esa decisión de reconocer que el Señor Jesucristo murió por nosotros, y entregarle nuestras vidas, el Espíritu Santo viene a morar en nosotros y empieza a tener comunión con nuestro espíritu. Eso es “el nuevo nacimiento”.
Allí, en ese acto nuestro directo con Dios, no hay rituales, no hay “obras” que hacer, no hay nada más que esa confesión, la cual uno la puede hacer en cualquier parte, a cualquier hora y en el estado en que se encuentre, así sea la persona más pecadora de la tierra y que haya cometido pecados horrendos. Él nos recibe en el estado en que estamos. A partir de ese momento, dejamos de ser meras criaturas de Dios para transformarnos en Hijos de Dios, establecido en las Escrituras:
Y estas son palabras dicha por el propio Señor Jesucristo con respecto a esto:
Una simple confesión de corazón, un reconocimiento con fe, es la decisión que un hombre o una mujer puede hacer en su vida.
Que Dios sea con nosotros.