En la actualidad, ser “progresista” es manifestar un profundo desconocimiento de las fuerzas que existen en la naturaleza humana. Una de esas fuerzas -profunda, misteriosa y poderosa- es la que deriva del impulso sexual, y es tan primordial, tan imperiosamente necesaria que millones de años de evolución se han asegurado en expresarla de manera incontrovertible en cada célula de nuestro cuerpo, con las formas XX y XY. La fatua confianza del progresista de que todo puede ser “objeto” de educación, en que todo es “educable”, incluso las fuerzas más antiguas y poderosas de los instintos humanos, es en este extraño sujeto una expresión de fascismo político a la manera de Rousseau, quien pensaba que para que exista una sociedad ideal basta con “educar al buen salvaje”. ¿Quién educa? Por supuesto, el poder político. ¿Qué es el poder político? Fundamentalmente es el monopolio de la violencia. De esto se deriva que el progresista, desde la militancia manifiesta, la academia o el impune micrófono de un medio de comunicación, no sea más que un ignorante fascista que no quiere entender lo inmoral que es educar con violencia.
El progresista abraza ciegamente la creencia de que puede moldear al ser humano como si fuera un muñeco de arcilla, previamente informe, sin sustancia, reduciendo el ámbito de “lo dado”, “lo consustancial”, “lo inmanente” o “lo espiritual” a su mínima expresión. Si la arcilla muestra algún tipo de resistencia, si esta “no se deja”, no es evidencia de que el programa progresista sea equivocado, no, sino, sencillamente de que la coacción ejercida en el proceso fue insuficiente; “faltó más fuerza” -dirá el progresista-, “fue necesaria más violencia” -agregará-; en otras palabras, el progresista quiere más Estado. Aquí llegamos a una conclusión, al menos provisional: el progresista no ignora la naturaleza humana por razones epistémicas, sino por razones políticas, y muy en el fondo porque siente hacia esta un desprecio fundamental: el desprecio de saber que en la naturaleza humana encuentra un limitante para sus pretensiones utópicas, sus planes políticos. Por lo tanto, o hay que negarla o hay que barrer con ella. Es por eso, que Rousseau decía que quien quiera establecer instituciones políticas debía “sentirse en condiciones de cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana”. [1] Esta ética progresista también encaja perfectamente en una frase atribuida al líder máximo bolchevique, Lenin: “Si la naturaleza es contraria a nuestro programa, pues cambiaremos la naturaleza”.
Del paladino hecho de que la naturaleza humana se exprese de forma tan auténtica, poderosa y fecunda en la sexualidad deviene la pretendida obsesión progresista por “educar lo sexual”. La psicología de estos militantes experimenta una profunda nausea por el orden espontáneo; piensan que toneladas de arrogancia bastan para encauzar millones de años de evolución sexual y miles de evolución institucional. Son tan engreídos que creen que existe una mejor manera de educar a los niños que no sea la familia convencional y consideran que miles de horas de una supuesta “educación sexual integral” (ESI) -elaborada por ideólogos resentidos y financiada por odiosos “filántropos”- a costa del contribuyente, harán mejores resultados en el comportamiento sexual de los individuos que familias fuertes educando a sus hijos en valores tradicionales.
Exigir una “educación sexual integral” (ESI), tal y como la plantean estos militantes de la ignorancia progresista es introducir la violenta bota estatal hasta los confines mismos de la más sagrada intimidad de cada ser humano. Es atentatorio de la dignidad humana más fundamental y por las características psicoemocionales, inherentes a lo sexual, es atropellar el fuero interno. Es por ello que la educación en valores que orienten la conducta sexual es un derecho humano de cada padre y madre y no del Estado, instancia sociológica burocrática que suele ser capturada por grupos de poder, autóctonos o foráneos para implantar atroces agendas de ingeniería social.
Esto es historia, no ideología. Desde que el mundo es mundo las más inmorales tiranías han intentando “educar lo sexual” para ejercer control vertical sobre la sociedad. En la distópica “República”, el Rey filósofo de Platón vigilaba que los individuos de cada clase tengan relaciones sexuales solamente con los de su clase. En su teoría de los terrígenos (el mito de la sangre y del suelo) decía: «Es, pues, cosa reconocida por nosotros, mi querido Glaucón, que en un estado bien constituido todo debe ser común, mujeres, hijos, educación…”; y agregaba: “…que la mujer dé hijos a la ciudad a partir de los 20 hasta los 40 años”. [2]. Esparta interponía un tutor militar y sexual a cada niño desde que este era alejado de su madre a los 7 años. La China Imperial perseguía celosamente los embarazos para luego matar niños al nacer, lo cual tuvo su paralelo en la China comunista. En la Unión Soviética (URSS), meca del comunismo, “existe un decreto…de la Ciudad de Vladimir (hubo otro similar en Saratov), que proponía la “socialización de las mujeres”, y que ilustra la mentalidad que el socialismo había generado: “A partir de los 18 años de edad, toda muchacha queda declarada de propiedad estatal. Toda muchacha que alcance la edad de 18 años y que no se haya casado está obligada, so pena de denuncias y severos castigos, a inscribirse en una oficina de amor libre”.[3]
Ludwig Von Mises, sociólogo y economista de la Escuela Austriaca advierte sobre las motivaciones de estos “entusiastas” que quieren educar en sexualidad a nuestros hijos: “Cuando se estudia el pensamiento de los reformadores sociales no debiera olvidarse el papel que [su sexualidad] puede desempeñar”[4], ya que muchas de estas supuestas filantrópicas intenciones se basan en las carencias y frustraciones personales de estos últimos. Basta ver la cantidad de feministas radicales que no tienen hijos intentando decirles a las madres de familia como educar a los suyos. ¿Pretenden decirle a otros cómo enseñar valores referentes a la sexualidad a sus hijos, cuando ni siquiera saben qué significa criar un hijo propio? La ignorancia es atrevida.
La avanzada progresista con su “Caballo de Troya”, la educación sexual integral (ESI), es sencillamente una cruzada por mayor control político sobre los individuos, una que a la luz de la historia no involucra nada nuevo, sino la repetición de otros proyectos totalitarios. No es “educación”, pues esta es una función de los padres que tiene que ver con las jerarquías de valoraciones que estos crean correctas para sus hijos. No es educación “sexual”, porque el programa progresista es en general un arrogante intento de rebelión contra la naturaleza, y más en particular, contra la naturaleza humana. Y tampoco es “integral” pues sencillamente se basa en percepciones distorsionadas, personalísimas, de ideólogos e interesados filántropos en adelantar una agenda afín a sus muy particulares intereses.
¿Qué es entonces la tan mentada Educación Sexual Integral (ESI)? Es la conveniente ignorancia de un sujeto político que no alcanza a comprender cuál es su compromiso con miles de años de evolución natural e institucional, ignorancia instrumentalizada por intereses globalistas neo-malthusianos. Hace más de doscientos años, el filósofo moral, Adam Smith, ya respondió a los progresistas de hoy en día, diciéndoles: «Está claro que ningún conocimiento que se pueda obtener de la llamada educación pública [entiéndase ESI][5] es capaz de compensar en ningún sentido lo que casi con certeza y necesidad se pierde con ella. La educación familiar es la institución de la naturaleza; la educación pública, un artificio humano. Es innecesario aclarar cuál tiene más probabilidades de ser la más sabia».[6]
[1] Rousseau, Jean Jacques, “El contrato social”, p. 49. Gradifco, 2007
[2] La República [Libro octavo, p. 231]
[3] Stern, Mijail. Stern, August. La vida sexual en la Unión Soviética. España Bruguera, 1980, p.42-43; citado en el Libro Negro de la Nueva Izquierda; Agustín Laje y Nicolás Márquez.
[4] Socialismo. Mises, Ludwig Von, p.96. Unión Editorial. Año 2019.
[5] Agregado por el autor del artículo
[6] La teoría de los sentimientos morales, p.390, Año 1759.