Hace una década, cuando yo trabajaba en una empresa de seguros como sub-gerente de Recursos Humanos, estaba conversando con un querido amigo abogado en mi oficina. Hablábamos sobre el principio de inocencia, y como él me conocía, y sabía que andaba en lecturas de libros de filosofía política me instruyó, dijo:
Esa conversación sigue en mi memoria y le agradezco a este amigo, que fungió de maestro en aquella oficina del centro viejo de Asunción, enseñándome que la inocencia es tan preciosa que resulta imperioso para la civilización organizar un sistema de justicia de tal forma que la misma sea defendida.
Recientemente, en el sitio de Internet de “Menos Estado”, leí una frase extraordinaria, de un liberal clásico, John Adams, quien llegaría a ser presidente de los Estados Unidos de América, nación hermosa, lastimosamente venida a menos debido a la infiltración de las parásitas ideas de la izquierda:
El asunto de la presunción de inocencia, como hoy se le denomina, ha ocupado el análisis de las mentes liberales y republicanas desde antaño. Al respecto, el mismo padre del liberalismo filosófico, John Locke, apenas al principio de su II Tratado sobre el Gobierno Civil, también expresa:
El enciclopedista liberal Montesquieu, en su obra “Del Espíritu de las leyes” declara: “porque los hombres son malos, la ley está obligada a suponerlos mejores de lo que son”; y agrega, por lo tanto, que deben estar “las leyes encaminadas a defender la inocencia del ciudadano”.
Todos estos resortes legales, elaborados por evolución social, son la base de un sistema de justicia que establece que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Una larga historia de repetidos errores nos ha enseñado que no es bueno ni deseable socialmente que condenemos a las personas solo por las apariencias. En nuestra vida personal eso sucede a menudo, sin embargo, hay que guardarse de llevar este hábito a los ámbitos judiciales porque se trata de la vida, la libertad y la propiedad de las personas lo que se encuentra en juego.
En la actualidad existe una corriente de ideas atentatorias del principio de inocencia. Estas ideologías dicen que todo el que tiene dinero es ladrón, todo hombre un opresor, toda persona pobre es asaltante y todo hijo de político, un acomodado en la función pública. Reconozco que los seres humanos muchas veces son culpables de todos esos delitos y crímenes, pero humildemente le pregunto:
¿Está usted dispuesto amable lector, a que, sin el respeto por el debido proceso, se encarcele a cien de las personas mencionadas más arriba pudiendo haber entre ellas un solo inocente?
De su respuesta depende conservar la civilización de la barbarie.