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Las armas en manos de los buenos

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Hace unos días un grupo de jóvenes simpatizantes de María Fernanda Cabal desataron la polémica por su firme defensa al porte legal de armas en Colombia, entre otros temas que una derecha tibia no ha querido implementar en el país. El lloriqueo de varios sectores socialistas se hizo notar, pues en Colombia los guerrilleros pretenden que las armas solo sean para los beligerantes, y el Estado se rinda con sumisión ante su hambre de poder. Es una realidad que las armas cumplen un propósito en la sociedad, pero no hay armas malas, los malos son ellos. Charles Heston diría que un arma en manos de la persona correcta jamás denotaría una amenaza para nadie.

La violencia en Colombia ha mutado de ser una realidad a una condición mental del discurso político populista. Esto no desconoce que la cultura y naturaleza de esta nación sigue siendo violenta, pero sin temor a equivocarnos podemos enfatizar en que las armas en manos de los buenos nos han llevado a ser una sociedad más civilizada. Quien piense lo contrario, está invitado a repasar la seguridad democrática de principios de la década. No podemos seguirnos excusando en que somos una sociedad violenta, y que por eso no habrá legalidad de armas para personas de bien. Si la juventud exige un cambio generacional, esto implica dejar de victimizar a una sociedad por los errores del pasado y abrirles paso a las libertades individuales.

Primero existió ejército antes que república. Esta idea reencarnó en la memoria de muchos, tras una perdida colectiva de valores democráticos en las manifestaciones del Paro Nacional. Cuando en 1776 los padres de Norteamérica decidieron implementar la segunda enmienda, no solo advertían una consecutiva invasión de los ingleses, sino las facilidades de que la democracia se convirtiera en una tiranía. Entonces entendieron que la propiedad no solo involucraba las tierras ni la vida, sino a su vez los bienes colectivos que le pertenecen al Estado, pero no al gobierno. En última instancia, si la democracia se convierte en tiranía, el uso legal de la fuerza letal recae sobre los oprimidos; las armas en manos del electorado traicionado.

En algún mundo perfecto y utópico de Hobbes el Estado, en cabeza del gobierno de turno, da las garantías necesarias para evitar la desmonopolización de la letalidad. Ahora aprendimos que el único Estado que puede garantizar la seguridad absoluta es aquel que se apoya en sus ciudadanos, y los hace parte de dicha política de seguridad. Sin embargo, en Colombia quienes han delinquido sin medida, son los mismos que hoy se indignan de que existan sectores políticos que quieran impulsar medidas que nos pondrían de igual a igual. La guerra no se resuelve con más guerra, se resuelve con una legítima defensa. Cuando se habla de cumplir la ley, y el Estado social de derecho del que tanto les gusta hablar, no hay lugar para diferencias de opinión. La ley no es una opinión.

Los comportamientos naturales del hombre son semejantes a los de los Estados y viceversa. En la antigüedad las naciones hablaban de poder, hoy solo hablan de paz. Ni en Westefalia se hablo tanto de paz, ni ha existido en la historia una era de paz tan prostituida por el denominado ‘progresismo’. En esta aparente era de ‘paz global’ el mundo ha registrado la monumental compra y venta de armamento por parte de los países. ¿Coincidencia? La explicación de este fenómeno es sencilla. La adquisición de medios de coerción es la formula más eficiente para mantener la hermandad entre las naciones. Por eso la absurda diplomacia siempre será más costosa que armarse para defenderse. Si esta ha sido la receta para sopesar el anarquismo entre democracias, armar a los ciudadanos de bien será el camino para la verdadera paz.

Aterrizando estas ideas tan poco populares a la realidad colombiana, solo nos queda pensar que, sí los mafiosos guerrilleros nunca hubieran utilizado las armas para acabar con nuestra paz, Hobbes hubiese ganado el premio Nobel de su época, y el Estado sería garante de la supervivencia colectiva. Un improbable. Nos arrodillaron, nos apuntaron en la nuca y a muchos nos mataron. Hoy nos piden que sigamos arrodillados, besando sus pies, escondiendo sus fusiles en pañuelos de polvo blanco; la falsa paz. Mientras el temor a la impopularidad siga embargando los bolsillos de los políticos, y armar a las personas de bien siga siendo un delito y no un derecho, seguiremos siendo reos de los malos, y difuntos de un Estado obsoleto.

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