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Las equivalencias del árbitro en un partido de fútbol con los políticos y el Estado

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Creo que si en algo que podemos estar todos de acuerdo es en que no nos gusta cuando un árbitro quiere ser el protagonista en un partido de fútbol; evidentemente al momento de disputarse un encuentro cada uno tiene su equipo, pero no pretendemos que el árbitro se invente 5 penaltis a nuestro favor y omita las faltas de nuestro equipo para ganar, lo que todos aspiramos es a un juego limpio, que nuestro equipo juegue mejor y el árbitro se dedique a simplemente señalar las faltas para evitar injusticias.

Sin importar el contexto, el árbitro nunca debería ser un jugador que incida en el resultado, mucho menos un Dios todopoderoso que antes del encuentro ya pueda determinar quien pasará a la siguiente ronda o se coronará campeón, de lo contrario, el juego perdería toda su esencia y el deporte se desmoronaría; algo similar ocurra en la vida real y en la política, y extrañamente, a diferencia del fútbol, muchas personas terminan votando para que se cometan injusticias.

(Flickr)

El árbitro como jugador

Supongamos que el partido de una final del mundial va 1 a 1, el árbitro ya regaló un penalti al equipo “A”, y ha omitido veinte faltas contra el equipo “B”, y cansado de que su equipo no logre el resultado esperado intercepta el balón y dispara al arco para anotar contra el equipo “B” que posteriormente se corona campeón. ¿Estará alguien de acuerdo con esta acción? Lo dudo, pero entonces, ¿por qué lo avalamos a diario en nuestra sociedad?

El árbitro al igual que el Estado no debe fungir como un jugador más en la sociedad, esto debido a que el árbitro por su naturaleza tiene poderes extraordinarios con la capacidad de mover la balanza de un lado a otro de forma injusta y desproporcionada; si el árbitro asume también el rol de jugador en la economía se desvirtúa por completo el principio de equidad y competencia, el resto de jugadores —la sociedad— se desmotiva puesto que para ganar no basta con tener más talento, con practicar y esforzarse más, sino con tener el favor del árbitro, esto de inmediato comienza a destrozar la competitividad, el esfuerzo y la eficiencia, y desvirtuados estos valores el juego se corrompe, y con ello su nivel se va al piso; en el fútbol esto traería consigo exclusivamente la decadencia del deporte, pero en la vida real esto tiene consecuencias peores: represión, hambrunas, totalitarismo, y muerte.

(Flickr)

El árbitro como Dios

El árbitro como jugador ya es bastante grave, pero si además de ello pretende convertirse en un ser supremo, como ocurre en Estados donde los políticos, además de intervenir en el juego, quieren dictar todas las pautas de la sociedad, el asunto se hace mucho peor.

Si usted colocara a jugar al Barcelona de Guardiola con Messi en su mejor momento contra un equipo de la cuarta división de Venezuela, sin importar lo mucho que el árbitro intente “jugar” e interferir en el partido, el Barcelona siempre ganaría; para evitar esto harían falta acciones más graves que permitan alterar el resultado.

Supongamos que el árbitro comienza a poner impuestos a los jugadores del Barcelona por cada gol anotado —deberán pagar el 50 % de su salario por cada gol que anoten—, y además de ello, antes de disparar a la portería deben detenerse y hacer 30 flexiones, solo entonces su anotación subiría al marcador. ¿Les suena que esto podría ser algo justo?

Pues en la vida real sucede constantemente, los Gobiernos en lugar de incentivar y premiar a los mejores jugadores —emprendedores y empresas que crean trabajos y recursos para la nación— los castigan, y además de ello, los satanizan. En una gran cantidad de países escuchamos a los políticos hablar pestes de los ricos y sus fortunas, les tratan como parias, como delincuentes, por el simple hecho de ser exitosos; entonces les imponen un montón de impuestos y cargas burocráticas para que puedan continuar compitiendo, mientras les allanan el camino a los equipos que facilitan que ellos continúen en el poder, y lo que es peor, lo hacen en nombre de la “justicia social”.

(Flickr)

Imaginen que Messi deba pagar el 50 % de su salario y hacer 30 flexiones antes de disparar, ¿seguiría teniendo la misma eficacia goleadora? ¿Estaría motivado para continuar siendo el mejor jugador del mundo? ¿O preferiría sencillamente retirarse del deporte con su riqueza y dejar de ser productivo para la sociedad?

Ahora miremos al otro bando, supongamos que el árbitro, lejos de contentarse con los obstáculos que puso al Barcelona, dispone que el equipo de cuarta división de Venezuela juegue en un campo inclinado para que puedan correr más fácilmente, le agranda diez veces el tamaño de su arco, y además elimina la figura del arquero en el equipo catalán; ahora sí definitivamente el partido podría ser más disputado, pero, ¿será más justo? Y, ¿propiciará esto realmente un mejor espectáculo? ¿Creará esto mejores condiciones para el desarrollo del deporte? ¿Será esta una sociedad más justa?   

El árbitro como árbitro

Es evidente que los árbitros del fútbol y también los árbitros de la sociedad, ya tienen poderes lo suficientemente amplios para incidir en el resultado del deporte y la vida, y es precisamente por esa misma razón que sus poderes deben estar limitados, pues de lo contrario podrían destruir la esencia del deporte y de la misma sociedad.

La razón por la que un árbitro no puede tomar partido por alguna de las partes, es porque esto automáticamente desvirtúa toda la situación y crea de forma automática injusticias de la que es difícil sobreponerse.

Evidentemente en el fútbol cuando un árbitro toma partido la consecuencia la vemos en el resultado del juego, pero en la vida real cuando esto sucede es mucho peor: empresas cierran, personas pierden sus empleos, las economías se derrumban, los alimentos desaparecen, la gente muere de hambre y enfermedades, y sufre la mayoría de la sociedad, mientras que los únicos que sonríen son los árbitros y sus amigos más cercanos.

El rol del Estado debe limitarse al de fungir como árbitro en los litigios que puedan existir en la sociedad civil producto de la libre y sana competencia, debe tomar decisiones que no alteren la naturaleza de las interacciones humanas y empresariales, y nunca ejercer el poder como si fuera un jugador más, y mucho menos, como un Dios todopoderoso, pues es allí donde la injusticia se haría ley.

El poder de los árbitros debe limitarse a un reglamento que impida las faltas, la corrupción, y los crímenes que puedan cometer unos sobre otros, pero nunca deberían ampliarse, puesto que brindarle más poder al poder, siempre terminará en alguna forma de totalitarismo.

Si usted disfruta del buen fútbol, o cualquier otro deporte, se emociona cuando ve nuevos talentos surgir, admira la competencia libre y honesta, y goza de la competitividad, debería apoyar lo mismo para la sociedad, para usted mismo y sus hijos, pues apoyar lo contrario es sencillamente votar para brindarle a otro hombre la capacidad de destruir la vida de unos, para congraciarse con otros a su antojo.

Un árbitro con superpoderes y sin limitaciones nunca concederá justicia, todo lo que podrá brindar es decisiones basadas en sus caprichos, lo que siempre deviene en totalitarismos, y que se lo digo yo que lo viví en Venezuela por 20 años, el totalitarismo nunca es sano, justo, ni agradable.

Nicolás Maduro, el tirano socialista que ejerce su voluntad sobre la sociedad venezolana (EFE)
Emmanuel Rincón – El American

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