Por Francisco José Contreras – La Nueva Razón
La publicación del sexto informe del IPCC sobre Cambio Climático ha venido acompañada de la ya acostumbrada letanía de advertencias apocalípticas de los medios -que aprovechan cualquier meteoro reciente, desde las inundaciones en Alemania a incendios en Grecia- y los políticos. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, terminó su presentación llamando a exprimir una vez más los bolsillos (los occidentales, naturalmente, pues a China y la India nadie les tose): “Debemos recaudar 100.000 millones de dólares al año [para luchar contra el cambio climático]”.
ONU y periodistas mezclan una vez más todo lo que pueda alarmar -calentamiento, inundaciones, incendios, huracanes, olas de frío o de calor, deforestación…- en un solo cajón de sastre milenarista. La realidad no les da hasta ahora la razón: los registros estadísticos serios no detectan un incremento significativo de las catástrofes climáticas: véase, por ejemplo, el trabajo de Giuseppe Formetta y Luc Feyen, “Empirical Evidence of Declining Global Vulnerability to Climate-Related Hazards”, publicado en Global Environmental Change, 2019. El impacto de huracanes, inundaciones, etc. en el PIB mundial ha pasado del 0’26% en 1990 al 0’18% en 2017 –aunque, como somos más ricos y numerosos, encuentran más construcciones que destruir en su trayectoria.
Y el número de víctimas en tales desastres ha descendido en un 96% en un siglo: de un promedio de 500.000 al año en la década de 1920 a unos 20.000 por año en la de 2010.
En cuanto a los incendios, aunque los telediarios nos los metan diariamente por los ojos, lo cierto es que tienen una tendencia claramente descendente, según el trabajo “Spatial and temporal patterns of global burned area in response to anthropogenic and environmental factors”, de Jia Yang et al., publicado en 2014 en Journal of Geophysical Research.
Superficie mundial quemada (Jia Yang et al., op.cit.)
La principal estafa conceptual de los informes del IPCC -o de su tratamiento mediático- estriba, sin embargo, en el manejo de las proyecciones, y consiste en que el escenario más extremo e improbable -el RCP 8.5- es presentado como muy verosímil, o incluso como inevitable (pero, si es inevitable, ¿por qué seguir reclamando dinero y “medidas drásticas”?).
¿Por qué el IPCC dibuja varios escenarios? Por el alto grado de incertidumbre sobre dos factores:
- La ECS (Equilibrium Climate Sensitivity), es decir, la intensidad del calentamiento que provocaría una eventual duplicación del CO2 de la atmósfera. No hemos alcanzado aún dicha duplicación: el CO2 se ha incrementado algo más del 40% (de 280 ppm en el siglo XIX a 413 ppm hoy).
- La evolución de las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero a lo largo de las próximas décadas.
Es decir, al ofrecer diversas proyecciones, el IPCC reconoce que no sabe ni cuánto CO2 vamos a emitir, ni cuánto calentamiento cabe esperar de dicho CO2.
El primer factor tiene que ver con el hecho de que el efecto invernadero “directo” se ve modulado por feedbacks o retroalimentaciones que pueden tanto intensificarlo (por ejemplo, la acción de las nubes, sobre la que se sabe poco) como atenuarlo (por ejemplo, la acción de la contaminación, que -¡oh sorpresa!- es favorable en lo que se refiere al calentamiento, pues tiene un efecto albedo enfriador; huelga decir que el CO2 no es contaminación). Según que se asignen valores más o menos altos a los diversos feedbacks, resultan “sensibilidades climáticas” dispares. Esta gráfica, tomada del trabajo de Robert S. Pindyck, “What We Know and Don’t Know About Climate Change, and Implications for Policy” (MIT Sloan Research Paper, 2020), muestra los diversos valores adjudicados a la sensibilidad climática por 130 modelos de cambio climático revisados por el trabajo de Knutti, Rugenstein y Hegerl “Beyond Equilibrium Climate Sensitivity” (2017). Es de notar que el desconcierto -dispersión de los resultados- es aún mayor en los estudios posteriores a 2010 que en los anteriores. Una mayoría de estudios concluyen que cabe esperar un incremento de entre 1’7ºC y 3’6ºC de la duplicación del CO2 en la atmósfera (o sea, del eventual paso de 280ppm a 560 ppm), pero algunos le asignan apenas 1ºC o incluso menos, mientras que otro se va hasta los 8ºC.
Pero, además de no saber cuánto nos calentará el CO2, el IPCC admite su incertidumbre sobre cuánto CO2 más emitiremos en las próximas décadas. Es aquí donde topamos con el timo más llamativo. Y es que, desde su primer informe de 1990, el IPCC construyó un modelo de “business as usual” basado en la premisa de que no se adoptaría ninguna medida de mitigación y las emisiones seguirían subiendo en el siglo XXI al ritmo en que lo habían hecho en el XX. En ediciones posteriores se conservó ese escenario continuista-pesimista, aunque sólo fuese como punto de comparación con otros más realista-optimistas que tomaban nota del progreso tecnológico y de la política de reducción de emisiones. Y ese escenario -el famoso RCP 8.5, al que el IPCC adjudica ahora un efecto recalentador de 4’4ºC [respecto a la era preindustrial; menos que en informes anteriores, dicho sea para crédito del IPCC]- es el que los medios toman como referencia para sus predicciones apocalípticas de fusión de casquetes polares, subida del nivel del mar, etc., sin ningún sentido del ridículo por llevar ya 30 años pronosticando la anegación de islas del Pacífico como Tuvalu o las Maldivas (las cuales, por el contrario, parecen estar ganando superficie).
Políticos y periodistas, por tanto, están aterrorizando al mundo con un “worst case scenario” cuya baja probabilidad reconoce el mismo IPCC. Más que de baja probabilidad, habría que hablar de delirio, como explican Roger Pielke y Justin Ritchie en este artículo. Para que el enorme incremento de CO2 presumido por RCP 8.5 fuera posible, la humanidad tendría que sextuplicar su consumo de carbón en lo que queda de siglo XXI (en realidad, la Agencia Internacional de la Energía cree que el consumo mundial de carbón ya ha alcanzado su máximo -o está a punto de alcanzarlo- y declinará en lo sucesivo). Para que RCP 8.5 sea verdad, los humanos tendríamos que quemar una cantidad de carbón que probablemente ni existe en la Tierra; tendríamos que arrumbar la energía nuclear, la solar y fotovoltaica, la hidroeléctrica… y volver a funcionar sólo con carbón, como en el siglo XIX.
Pero no es sólo manipulación mediática: el IPCC no está libre de culpa. ¿Por qué el inverosímil escenario RCP 8.5 fue presentado como probable en el informe de 2013? ¿Por qué, aunque ahora se admita como poco probable, sigue siendo el escenario más citado en el informe de 2021, como muestra esta tabla de Roger Pielke?:
Parece que tanto los científicos y burócratas internacionales del IPCC como los periodistas consideran necesario exagerar y asustar para que los Gobiernos adopten medidas de mitigación de emisiones que, precisamente, impedirán la materialización del peor escenario, convirtiéndolo en self-defeating prophecy. Pero eso es tratar a la humanidad como un niño irresponsable, al que hay que engañar por su propio bien. Es, también, jugar con fuego, porque el eterno “¡que viene el lobo!” terminará arruinando la paciencia de muchos y destruirá la credibilidad del IPCC.
Y es ocultarle al mundo buenas noticias de las que está muy necesitado. Buena noticia es, por ejemplo, que el ritmo de incremento de las emisiones globales se está aplanando -al menos, en lo que se refiere a la producción de energía- y que la Agencia Internacional de la Energía cree que puede no estar lejos el pico.
Buena noticia es, también, que los países occidentales hayan reducido ya entre un 20% y un 30% de sus emisiones desde 2005; China, la India y otros países asiáticos, en cambio, las han duplicado en el mismo período (y triplicado desde la década de los 90).
Una política racional de mitigación del calentamiento global requeriría: 1) Recuperar la energía nuclear: los países de más bajas emisiones son los que, como Suecia o Francia, consiguieron dotarse a tiempo -en los 60 y 70, antes de que los ecologistas lo estropeasen todo- de una infraestructura de generación nuclear que garantiza energía limpia, segura y barata; 2) Comprender que el problema no está en un Occidente que ha hecho o está haciendo los deberes, sino en una Asia (sobre todo, China y la India) cuyas emisiones están en crecimiento desbocado.
En lugar de concertarse con EE.UU. y otros países para exigir a China y la India el cierre del carbón -si es necesario, ayudándoles a financiar una “transición energética” que allí sí es imprescindible- lo que hace la Unión Europea, que apenas emite un 9% del CO2 mundial, es copiar la Energiewende alemana, que ha llevado al país germano -tras gastar cientos de miles de millones de euros- a tener la factura eléctrica más cara del mundo, poner en peligro la seguridad del suministro (pues las energías renovables, por su intermitencia e inalmacenabilidad, no pueden ser la base de una economía desarrollada) y conseguir un ritmo de reducción de emisiones inferior al de Reino Unido o Francia. En generación de electricidad, Alemania emite tres veces más que Francia y España juntas.
Pero, al parecer, de lo que se trata no es de abordar racionalmente el problema del calentamiento, sino de llevar hasta el final la pulsión de muerte de un Occidente que reniega de su historia, renuncia a tener hijos, se abre a la sustitución demográfica, y ahora se impone una política energética masoquista que ayudará muy poco al planeta (pero sí, y mucho, a China, encantada de quedarse sin competidores).