domingo, 17 noviembre, 2024

Socialismo (o el banquete de la nada)

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Desde hace más de un siglo no ha dejado de estar ahí. Frente a nosotros, a cada lado de la frontera, pujando con mayor o menor intensidad, en libros, leyes, artes, medios de comunicación, academias, sindicatos, políticos, detrás de una columna –generalmente una quinta columna-, arriba, abajo, dentro, en todas partes, haciendo lo que mejor sabe hacer el socialismo: seducir multitudes para asaltar el poder.

Es indiscutible que el socialismo, en todas sus versiones, primero conquista a las multitudes con seductores timos para luego tomarlas por asalto. Un axioma en el que hace poco insistimos un grupo de amigos cubanos, de dentro y fuera de la isla, en el foro Socialismo: seducción y asalto, una serie de conferencias y diálogos abiertos que estamos desarrollando en Miami y pretendemos llevar a otras partes de la Iberosfera.

El socialismo, pese a sus batallas perdidas, no ha perdido la guerra, porque jamás se le ha hecho la guerra como debe ser. De ahí que siga listo, con las garras cubiertas de seudocartillas supuestamente gratis y propagandas de batas médicas, para destruir el camino que en el entramado social mejor ha funcionado hasta el momento: las sociedades libres, los mercados libres, eso que también llamamos capitalismo, y cuya dinámica es natural y se basa en el esfuerzo de los individuos ante el imperio de la ley, la igualdad ante la ley. Algo muy distinto a la práctica y el alegato distorsionador del igualitarismo, que es una de las telarañas más efectivas del colectivismo.

El socialismo -al contrario de lo que ocurre en sociedades de libre mercado- no apela al esfuerzo individual sino a la ciega obediencia colectivista, a la que le impone leyes que desmantelan su libertad, y una supuesta «planificación», que no por gusto siempre resulta un desastre. La estatización de toda la sociedad, que congela y mutila las posibilidades de desarrollo y por consiguiente la conduce a la miseria. En algunos contextos más rápido que en otros. Con solo mirar a Latinoamérica y las dictaduras del socialismo del siglo XXI, todo esto se comprueba de golpe.

El marketing socialista se ha llevado el gran premio a la hora de cañonear, manipular, condenar y borrar las glorias del pasado, de las repúblicas, y no precisamente para construir un futuro mejor, como todo el tiempo prometen sus caudillos y publicistas, sino para condenar a las sociedades a vivir en medio de sus cenizas, supuestamente victoriosas y necesarias, entre falsas batallas que nunca terminan porque la culpa de la demolición no será jamás de quienes lanzaron las bombas a la república devastada sino de quienes desean reconstruirla.

Los males del socialismo real (una buena parte expuesta en El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión) están tan a flor de piel, que es casi increíble que tantas personas aún no razonen, aún tengan claro que hablamos, sin lugar a dudas, del peor de los sistemas sociales posibles, muy a pesar de su maquinaria publicitaria. Y no se trata de una ecuación muy compleja sino de mero sentido común. Pero parte del problema es que lastimosamente -y no sólo en el socialismo- el sentido común, al igual que el acto de pensar cotidianamente en libertad y así expresarse, puede llegar a convertirse en pecado capital.

Un detalle primordial es que en los regímenes totalitarios, en los países donde se ha impuesto el socialismo real, como lo es Cuba, el sentido común puede llegar a significar la pena capital. Nunca olvidemos que de los millones de asesinados en el socialismo, no pocos entraron y siguen entrando a esa oscura lista por justamente resistirse a escupir sobre el sentido común. En el socialismo el código penal se enfoca en condenar el sentido común, inmovilizarlo, colgarle un cartel prohibitivo, demonizarlo, desmoralizarlo.

Es espantoso que en el mundo entero, no sólo Occidente, siga tragándose la ficción de que el socialismo, con sus mascarillas y variantes, puede ser la solución a los «problemas», a pesar de que ni una sola vez haya resultado, en ningún país, y que sus promesas no acaben de cumplirse. Sobre todo para los pobres, o para lo que a veces suele catalogarse como «clase media baja», a quienes el socialismo también siempre necesitará mantener «necesitados». De lo contrario no seguiría calando esa perorata socialistoide de «nosotros les daremos lo que otros no le han dado, o le han quitado, o lo que les pertenece». Todo un desfile de sofismas cuyo fin es despojar al individuo de sus libertades y derechos.

No por gusto el socialismo, junto a otros sistemas totalitarios, es el mayor enemigo que ha tenido la libertad. Fidel Castro, uno de los caudillos que más ha asesinado la libertad, en su discurso conocido como Palabras a los intelectuales, advirtió que «dentro de la revolución todo, contra la revolución nada (…) Contra la revolución, ningún derecho». Por cierto, frase que viene del fascista Benito Musolinni, quien dijera: «todo dentro del Estado, nada fuera del Estado y nada contra el Estado«.

Parodiando al fallecido dictador cubano, para quien la revolución y el socialismo eran la misma cosa, podemos recordarle tanto a los incrédulos como a quienes creen que los salvará el contubernio, incluso el silencio, una máxima que define la naturaleza del más popular de los totalitarismos: «dentro del socialismo todo, fuera del socialismo nada«.

Porque el socialismo es eso: la nada. El individuo allí, perdido en la panacea del más bullanguero y vulgar carnaval de los totalitarismos, es y será siempre la nada. La nada convertida en la glorificación de un infierno delirante. La revolución de las metas sin sentido y sin final. La asunción de tocar fondo y llegar a percibir que en la miseria humana hay un meritorio frenesí, una lucha perdida pero inevitable. La mayor fábrica de disparates, drogadicción y suicidio colectivo que la humanidad haya aplaudido y tenido la insolencia de confundir con filosofía. La maldita circunstancia de la nada por todas partes. El banquete de la nada.

Una de las primeras novelas de la famosa escritora cubana, exiliada en Francia, Zoé Valdés, no en balde se titula La nada cotidiana. Su más lapidario concepto y quizás su libro más emotivo. Una impactante descripción de lo que significa nacer, subsistir y anhelar escapar del socialismo real. Un óleo muy cubano donde se revelan rostros, elementos y situaciones que habitan otros paisajes. Cada vez más, por desgracia.

El socialismo, aunque ha mutado, sigue siendo la misma toxina. Ciertamente no es aquél viejo fantasma que recorría el mundo. Hace rato que el socialismo es una realidad que se instaló en todas partes, con sus diferentes máscaras, lo mismo teñidas de sangre y miedo que rediseñadas con ideología de género y toda esa bacanal de identidades colectivizadas, gritando desesperadas en un vano arcoíris, más autoritario y violento que inclusivo y tolerante.

Los titiriteros socialistas echarán mano a todo lo que puedan manipular y les sirva para sostener su discurso colectivista, totalitario, hipócrita, cruel, embaucador. El socialismo, con su método de adoctrinamiento y supresión, ha sido y será imposición. Represión, aunque su algarabía prometa lo contrario. Y ante todo esto debemos estar bien seguros de que la opción de desentendernos de esta realidad, a la corta o a la larga, no será otra cosa que un gravísimo error. Muy difícil de corregir. Imperdonable.

(Publicado originalmente en La Gaceta de la Iberosfera)

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