América Latina es el paraíso de las causas perdidas, el nido reproductivo de los charlatanes populistas, el más gráfico ejemplo de la palabra “corrupción”, y a su vez, es la prueba irrefutable de que tener recursos en abundancia no asegura la prosperidad.
Antropológicamente nos dañamos hace siglos, el proceso de colonización enseñó a los líderes de nuestras comunidades que el negocio era el saqueo a la clase productiva a través de la fuerza; con el tiempo las instituciones han ido variando, los Estados también, e incluso la demografía, pero lo que se ha mantenido intacto es ese carácter extractivo de las clases políticas a los ciudadanos.
Las culpas de nuestra incapacidad sociológica para progresar están repartidas a lo largo de nuestra historia, no se trata solo de hombres o nombres, se trata de procesos y sistemas sociales; no obstante, más allá de las interacciones políticas y económicas del pasado, de nuestros siglos sangrientos, y de esa necesidad absurda por romantizar la pobreza, el problema sigue siendo el mismo hace un siglo, ayer, e incluso hoy: la fragilidad intelectual —o de principios— de nuestros líderes políticos, incapaces de identificar, entender el problema, y actuar en consecuencia.
En nuestra época se ha convertido en algo cotidiano la victimización histórica para eludir responsabilidades individuales, para muchos pensadores y parte de la sociedad civil se hace más fácil culpar a los españoles de la pobreza sistémica de América Latina, antes que asumir o entender que los muertos no tienen el poder de tomar decisiones; por eso hoy todavía vemos al presidente de México exigirle a España que se disculpe por la conquista, mientras en su país millones mueren de hambre a causa de las absurdas políticas económicas colectivistas que López Obrador aplica, y la endémica corrupción que brota gracias al estatismo.
Pero vamos más allá, exploremos a fondo nuestra tragedia intelectual para comprender las causas de nuestra miseria. La semana pasada asistí al foro presidencial en “Defensa de las Democracias en las Américas”, en el mismo se manifestaron una serie de mandatarios y políticos, presumiblemente más ubicados del centro a la derecha en el espectro ideológico —salvo excepciones—, y todos y cada uno de los ponentes tenían un enemigo en común: el socialismo del siglo XXI y las tiranías de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Entre quienes tuvieron el derecho a palabra se encontraban el expresidente argentino, Mauricio Macri, el expresidente de Colombia, Andrés Pastrana, el exmandatario ecuatoriano Osvaldo Hurtado, el también expresidente costarricense Luis Guillermo Solís, así como el secretario General de la OEA, Luis Almagro, y el presidente en funciones de Ecuador, Lenin Moreno; todos y cada uno de ellos emitieron su repudio contra los gobiernos totalitarios del continente, e identificaron al socialismo del siglo XXI como una amenaza capaz de desestabilizar a toda la región; no obstante, más allá de la lucha política, ideológica e intelectualmente no hay realmente un argumento coherente que los distancie demasiado de sus supuestos adversarios políticos.
Evidentemente nadie puede poner en duda los principios democráticos de todos los hombres mencionados anteriormente, sin embargo, sus expresiones, sus discursos, sus formas de abordar la problemática que carcome las sociedades latinoamericanas, no se distancian en demasía de los gobernantes totalitarios que tienen en ascuas a la región.
La palabra más escuchada durante toda la jornada me atrevería a decir que fue la bendita “desigualdad”, creo que todos sin excepción la utilizaron para referirse a lo que “está mal” en América Latina; a ninguno se le ocurrió decir que nuestros problemas eran la falta de competencia, de preparación académica y laboral, de industrias y empresas sólidas, de mercados abiertos, de economías fuertes, el absurdo intervencionismo estatal o las malas políticas fiscales; no, según ellos, el problema repetido una y otra, y otra vez, era la “desigualdad”, copiando el recalcitrante discurso que el chavismo y el castrismo ha implantado en nuestras sociedades.
Lamentablemente pareciera que a los líderes latinoamericanos de ayer y hoy se les hace imposible comprender que el monstruo a derrotar es la pobreza y no la desigualdad, que la riqueza de unos no causa la pobreza de otros, que por el contrario, entre mayor reproducción de riqueza, de empresas, más sube la tasa de empleos y los salarios en cualquier lugar del mundo.
Es angustiante seguir escuchando una y otra vez las mismas recetas fracasadas por parte de los líderes políticos que han estancado a América Latina en la pobreza, el tercermundismo y el subdesarrollo, esa que argumenta que solo el gobierno es capaz de “eliminar las desigualdades”, siendo ese su único objetivo a seguir.
Ya de por sí es bastante penoso tener que repetir que las desigualdades son precisamente el producto de las libertades del ser humano, y que no puede haber “igualdad” sin atropellar los principios básicos, sagrados y fundamentales de todo hombre a vivir a su vida de la forma en que considere, siempre y cuando no atropelle los derechos de terceros con sus actos.
¿Por qué, cómo, hasta cuándo van a seguir los líderes que dicen oponerse al autoritarismo luchando contra el fantasma de la desigualdad? ¿No se dan cuenta acaso que persiguiendo la anulación de desigualdades se transforman en los mismos autoritarios que dicen combatir? ¿Por qué en vez de decirle a la gente que hay que quitarle a los ricos para darle a los pobres, no los incitan desde sus puestos de poder a competir, educarse, a formar empresas y brindarle estímulos fiscales para salir adelante?
Las últimas crisis políticas que hemos visto en Chile, Ecuador y hoy en Colombia, tienen componentes similares, con presidentes que dicen oponerse al socialismo del siglo XXI, pero que de alguna manera terminan utilizando las mismas políticas económicas fracasadas de sus “enemigos”.
A Iván Duque le incendiaron el país precisamente por procurar subir más los impuestos para brindar más subsidios; risiblemente los grupos de izquierda que son quienes piden la aplicación de medidas como castigar los ingresos de los ricos fueron quienes salieron a protestar en ese circo de la política latinoamericana donde no hay ningún tipo de principios o convicciones ideológicas, sino dos bandos que dicen pelearse pero persiguen siempre la misma “solución” a los problemas: subamos los impuestos, agrandemos el tamaño del Estado, y regalemos dinero a los pobres para las fotos de propaganda.
El día en que se comprenda que el mal endémico de nuestras naciones es la pobreza, esa misma que es propiciada por las terribles políticas económicas colectivistas de nuestros Estados —también pobres— queriendo ser benefactores, quizás logremos avanzar un poco en identificar nuestro problema y a raíz de ello plantear soluciones efectivas a nuestras desgracias, mientras eso no ocurra seguiremos sumergidos en una batalla de cañones mojados con capitanes que dicen odiarse, pero que en el fondo únicamente se benefician de los botines de la guerra.