martes, 26 noviembre, 2024

El poder que está en la impotencia

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Tal vez como nunca, este año, los políticos han defendido leyes, decretos y acuerdos dependiendo de su conveniencia. Eventos dados por buenos que, cuando no les conviene, pasan a ser disparates y viceversa. La sentencia de Groucho Marx “estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros” pudo ser un chiste, ahora es regla. Pero esta semana en particular, el Congreso de la Nación sancionó leyes que, o son contrarias a los intereses de la mayoría o no son parte de la agenda de esa mayoría. Desde la vicepresidencia, rol que pivotea entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, se atacó con señas particulares al Judicial. Vimos estos duelos de titanes sentaditos, patéticos, en la platea de la irrelevancia. ¿Los motivos? Nuestra memoria de mosca, la absoluta falta de consecuencias sobre la mendacidad política y la impotencia para castigar, con astucia, al representante traidor.

La disonancia citada no es sólo electoral. Es educativa, es cultural, es institucional. Cuando la política se expone se ven los pingos y es entonces cuando la sensación de soledad, de desamparo y de impotencia de los ciudadanos de a pie, se torna palpable. De la acumulación de esas sensaciones negativas respecto de la validez de nuestro sistema organizativo, surge la  comprensión de que toda la estructura cívica que sostiene nuestra vida gregaria no responde a nuestros intereses.

Problema número uno

El primer problema es el sistema político, ese conjunto de saberes que sostiene la democracia argentina, donde se supone que las fuerzas políticas, al ser elegidas, están legitimadas para hablar en nuestro nombre. Deliberamos a través de nuestros representantes. También se supone que dicha deliberación es el camino civilizado para la convivencia. Vale decir que elegimos gente que, mediante la búsqueda de acuerdos, legisla soluciones satisfactorias para nuestros intereses. Ese engranaje está roto.

La polarización, esa constitución tácita de clanes, consigue viciar la capacidad de nuestros representantes de deliberar por nosotros, convirtiéndose en un obstáculo para el debate sobre todo en lo que se refiere a las posiciones no hegemónicas. En fin, que lo que hace es someter al desprecio a los ciudadanos que no tienen el privilegio de comulgar con la cosmogonía del líder de turno. Así, la fuerza del caudal de votos es una renuncia a cualquier forma de discusión real porque ese caudal mayoritario es un argumento en sí mismo y se erige en pretexto para prescindir de la argumentación. Vale decir: si mañana se le cantara a nuestros diputados, podrían aprobar que el agua no moja. Con esa prepotencia ya han aprobado cosas más reñidas con la razón. La polarización es la forma más acabada de restricción a la libertad política, los partidos o coaliciones de partidos, se convierten en ejércitos, y la adscripción a uno de ellos acaba por ser la pira donde se sacrifican los valores que luego se reclaman desde la consabida “batalla cultural”.

Lo más grave de la dinámica de la polarización es la pertinaz prostitución de nuestros derechos constitucionales. Son más de tres décadas de tobogán, no es el kirchnerismo (potente acelerador, por cierto). Se trata de una estructura que no funciona y sobre la que no tenemos poder. Puestos ante esta situación, es preciso que, aquellas voluntades que no suscriban a la cosmogonía socialista enquistada, (aka y para abreviar: la derecha), asuman modos más audaces de oponerse al indisimulado intento de anular sus voces en el ámbito parlamentario y excluirlas de la política. 

Cumpliéndose, también esta semana, 37 años del regreso a la senda democrática, se suponía que se alcanzaría el grado de madurez democrática suficiente para la pluralidad ideológica. En cambio, sólo existe la grieta escenográfica por obra y gracia de los mismos proyectos políticos mayoritariamente votados. El proceso de polarización no es gratuito. Pasa en la política, pasa en la vida. Las progresivas campañas de victimización inventan frentes allí donde no los había. Y sobre eso viene la política a beber su savia y a confirmar bélicamente la pertenencia a este o aquel clan. Pese a la inclinación brutal de la balanza, gracias a casi 4 décadas de domesticación, la derecha mantiene la tentación centrista y culposa que la conduce a su desaparición de facto del ámbito de la decisión. 

Es claro que no existen condiciones simétricas para dar la batalla política ni la de las ideas. No da el cuero para emprenderla de igual a igual siendo minúscula la potencia de fuego. Sorprende el sistemático llamamiento a la concordancia y reunificación de la derecha como si esa unidad diera por resultado las treinta legiones romanas. Un baño de realidad y el entender las reglas institucionales del sistema electoral, del comunicacional y del político permitirían estrategias más inteligentes y de paso servirían para entender cómo piensa el adversario. Sirve Sun Tzu, sí, pero mucho más un bastardeado estratega en las guerras asimétricas: Antonio Gramsci. 

Gramsci, botín de guerra

Gramsci es un lugar común por las razones equivocadas. Es un error no usar al italiano como botín de guerra, como ese fabuloso recurso intelectual que tan buenos resultados ha mostrado. Gramsci nació en una pequeña comuna de Cerdeña en 1891, no en el París del 68 ni en la Alemania del 45, y sin embargo entendió el fracaso de la URSS antes de que nadie lo soñara y se anticipó a todas las corrientes setentistas cuando nadie sabía ni cómo se terminaría la Segunda Guerra. Vivió torturado por un cuerpo que no le respondía y murió en 1937 en prisión. Vale decir que la mayor parte de su obra es la de un padeciente aislado describiendo frenéticamente: “Todo lo que concierne a la gente”.

Gramsci fue el precursor de una corriente de ideólogos que comprendieron el secreto de la victoria del pequeño contra el grande: “la desestabilización del universo dominante de referencia”. El combate metapolítico de crear una religión ideológica y buscar transformarla en mayoría política. La embrionaria idea del relativismo cultural que la escuela de Frankfurt desarrolló en el concepto de: teoría crítica.

Vamos a las cosas: La teoría crítica es el zumbido del mosquito cuando nos estamos por dormir. Molesto, pequeño, imbatible contra cada norma y atributo cultural que prevalece en una sociedad. Lo explicaba bastante bien Herbert Marcuse a pesar de la galimatía:

“El objetivo de la tolerancia requeriría la intolerancia hacia las políticas y creencias  predominantes, y la extensión de la tolerancia a las políticas y creencias que están prohibidas o suprimidas”

Ir contra las leyes, las formas aceptadas. El lenguaje también es clave para el dominio porque puede lograr lo que la fuerza no. Reformar, reformar, reformar: la moral, el intelecto. El sistema educativo también, obvio. El camino de Gramsci hacia la revolución llevó mucho más tiempo que el propuesto por Lenin, pero fue mucho más completo y exitoso, digamos todo.

Mientras se transitaba ese camino, nuestro mentado estratega italiano recomendaba el uso de las reglas del sistema que despreciaba, en su contra: el proceso electoral, la participación parlamentaria en recintos que, de alcanzar el poder, se volverían macetas. Veamos a Venezuela, también, esta semana. La izquierda se erige en custodia de la democracia y cuando tiene el poder se desliza hacia la forma autoritaria, invocando lo que no duda en traicionar cuando alcanza el poder.

Legiones de socialistas herbívoros comportándose como demócratas occidentales en los gobiernos o en las organizaciones supranacionales. Veamos a la ONU, también esta semana, yendo contra Israel, la única nación democrática de Medio Oriente, en nombre de un sistema de valores que el resto de la región desprecia. Es la táctica gramsciana de jugar en todos los partidos, en cualquier alianza, su legado no es sectario, a diferencia de la tradición de los partidos comunistas. Cualquier grupo con una herida que tocar es un aliado.

Siempre hay narrativa

La conciencia de la disonancia representativa y de la asimetría, para la derecha, tiene pocos años del largo camino que constituye un ciclo ideológico. Posiblemente esto se relacione con el hecho de que (cuando no) le compra al socialismo la idea narcisista de que aún es el tutor del conservadurismo hegemónico. Notable espejismo de factura izquierdista que, paradójicamente, lleva generaciones siendo el oficialismo del mundo.

Las personas vivimos conformes a una narrativa. Siempre hay narrativa. Cuando se destruye una no queda el vacío, nace otra. Ese recambio narrativo se hizo en las universidades hace medio siglo, pero no producía una suficiente cantidad de votos como para conquistar los gobiernos. Con astucia se amplió el campo de operaciones para seducir a otras capas de votantes. El imaginario clásico de la izquierda radical nunca habría sido suficiente en el tablero electoral. La inteligencia intelectual gramsciana fue capitalizar los derivados de las luchas de las nuevas causas que no rompían con el sistema sino que se valían de él.

¿Universidades? Si, pero también nuevos negocios, tecnológicos, culturales, los que dependen de las decisiones de los gobiernos, sujetos a condicionalidades ideológicas si quieren subsistir. Un par de ejemplos: La Ley Yolanda y la Ley Micaela. La humillación institucional al adoctrinamiento cultural cada vez más intenso, una competencia por la medalla de oro de la opresión. No suscribir puede convertir a un individuo en un paria sin documentos. Este es el manual, lo entendieron los ideólogos de la guerra molecular y les llevó un siglo y muchas reescrituras para alcanzar la meta. ¿Son las ideas las que rigen al mundo? Ahí está la lección de Gramsci, en la música, las novelas, la arquitectura, toda expresión cultural por todos los canales, el zumbido del mosquito destinado a crear una alternativa que no busca la aprobación de lo que pretende reemplazar. 

El único camino

Para la derecha, la batalla asimétrica gramsciana no es una opción, es el único camino posible. Hay una gran enseñanza dada por la izquierda. Las corrientes que son hoy dominantes, se la pasaron dando luchas transversales. Sería, claro está, maravilloso tener medios de comunicación masivos, ganar cátedras universitarias, tener un partido político o varios. Pero eso está muy lejos. Por eso, todo espacio, toda brecha debe ser ocupado para privilegiar las estrategias de furtividad y de inventiva. En la asimetría, el impotente necesita creatividad para constituirse como vanguardia y asumirse como la cultura rupturista, mal que le pese, la fuerza rebelde, el punk, la contracultura, y no se puede permitir descuidar ningún campo. Ese es el libro de jugadas del estratega más exitoso.

Michel Foucault, otro botín de guerra, llamaba “orden del discurso”, al poder de producción de la palabra autorizada, la delimitación del perímetro de lo prohibido. Consideraba que cada sociedad producía el discurso que controla las creencias colectivas y que esa representación del mundo le concede a los guardianes de la misma un poder exorbitante. Esta semana, de nuevo, la brutal censura de YouTube sobre sus usuarios es un buen ejemplo.

El “orden del discurso” está, hoy, en manos del socialismo. Clara muestra es, así mismo, el absurdo mayoritario de lo que llamamos estudios universitarios, incluso la ciencia, que debería ser impoluta, sale mal parada de este balance. Son síntomas del desmoronamiento al que apuntaba Gramsci. Este año hemos obtenido una evidencia indiscutible del éxito de su estrategia política en la respuesta colectivista y totalitaria, de los líderes, al coronavirus.

Si la creciente comprensión de esta asimetría es lo que ha puesto de manifiesto la demanda del combate cultural, sería útil que la derecha tomara a Gramsci en serio. A Gramsci y a los que lo sucedieron. Ciertamente, lo han hecho los enemigos de la libertad, de la vida y de la propiedad, y al hacerlo, avanzaron. Después de todo y como dijo De Gaulle: “el poder está en la impotencia”.

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