Entre la libertad y el miedo es uno de los tantos libros que salieron de la hermosa pluma de German Arciniegas. En sus primeros tres capítulos hace una descripción de las dictaduras y revoluciones latinoamericanas de los años 30, 40 y 50.
Arciniegas, con bastante tino, define a Juan Domingo Perón, Emiliano Zapata y al General Rafael Leónidas Trujillo no como políticos, sino como caudillos. Empero, el problema no es, en sí mismo, el caudillaje, puesto que los humanos siempre buscamos referentes con capacidad de liderazgo, sino que estos encantadores de serpientes usaron las necesidades y reclamos de la población ―muy válidos, por cierto― para llegar al poder. Pero una vez montados en el trono, se dedicaron a destrozar a sus oponentes, proscribir los partidos políticos, dinamitar a la prensa independiente y eliminar la libertad. Para el autor en la región el autoritarismo suplantó a la política, o quizás a esta última nunca la conocimos.
Han pasado siete décadas desde la publicación del libro. No obstante, las cosas en este barrio no han cambiado, incluso se pusieron peores. Pero concentrémonos en el caso boliviano.
Con el derrocamiento del presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre 2003 el castrochavismo se anotó dos importantes triunfos. Primero conseguir un punto estratégico para expandir su dictadura a los países vecinos de Bolivia. Segundo, posicionar en la opinión pública que el terrorismo callejero y la destrucción de propiedad pública son formas de protesta social. Sí señores, nos hicieron creer que los hampones eran luchadores sociales y hombres de Estado.
Los conspiradores, con Evo Morales a la cabeza, y Carlos Mesa, el gran traidor durante la gestión de Sánchez de Lozada, diseñaron un mecanismo para dinamitar los pilares institucionales de la democracia de Bolivia. Empezaron con la convocatoria a una Asamblea Constituyente. También crearon nuevas leyes educativas, bancarias, impositivas, y derrocharon a manos llenas la renta gasífera. Nada quedó en píe. Todo sirvió para mantener contento al cocalero y sus secuaces.
Luego de casi dos décadas de gobiernos masistas, Bolivia registra la deuda externa más alta de su historia. Un documento del Banco Mundial explica que, concluido el boom de las materias primas en 2014, Bolivia recurrió al endeudamiento interno y externo para mantener un alto crecimiento económico, aunque en realidad sólo era el engorde del aparato burocrático.
Estas medidas resultaron en el aumento de la deuda pública y la reducción de las reservas internacionales. Es decir, que el gobierno de la «dignidad» nacional condenó a varias generaciones a pagar la borrachera de poder de la dictadura. Como diría Arciniegas: «Los caudillos se mantienen en el poder gastando lo que no es suyo y eliminando a quien los cuestione».
El cuidado de la Pachamama fue otra de las banderas que usó el Movimiento Al Socialismo para llegar el poder, el propio Morales montó escenas teatrales sobre el tema.
Sin embargo, el país sufre una deforestación masiva. Los 2,2 millones de hectáreas certificadas, que hicieron de Bolivia un ejemplo en el manejo de bosques en los albores del siglo 21, han caído a 800.000. Muchos especialistas asumen que esta deforestación masiva, especialmente en el oriente del país, son producto de la necesidad de expandir la frontera cocalera.
Alcides Vadillo, director regional de Fundación TIERRA, en una entrevista con el diario Brújula Digital (25/08/2022) afirmó lo siguiente:
Es obvio que el gobierno también está usando la tierra para infiltrar gente en las zonas en las cuales tiene minoría. Esos colonos son luego usados como grupos de choques y bloqueadores para desestabilizar alcaldes y prefectos que no se sometan al masismo.
La prueba del pato nos dice: «Si camina como pato, tiene pico de pato, nada como pato, es un pato». Ergo, si amenazan como mareros, atacan como mareros, ejercen violencia como mareros, pues son mareros. No se necesita mucha ciencia para probarlo.
¡Pobre país!