Año 1986. Yo tenía apenas dos años pero el filósofo liberal conservador, Allan Bloom, un gran erudito en estudios clásicos, alertaba en su best seller, «La decadencia de la cultura: el cierre de la mente americana», que como efecto directo de tres décadas de incursión de ideas europeas pletóricas de existencialismo, nihilismo, marxismo y psicoanálisis, las universidades norteamericanas se estaban convirtiendo aceleradamente en templos de decadencia intelectual. Aseveraba con preocupación, que las universidades agonizaban, heridas de la dolorosa «enfermedad espiritual» de olvidar las humanidades provenientes de la tradición clásica y embarcarse en filosofías orientales de carácter identitario, feminismo, neomarxismo y multiculturalismo. Al respecto, Bloom se expresaba así: “No es necesario demostrar la importancia de la educación; pero hay que advertir que para las naciones modernas, que se fundan en la razón en sus diversos usos, más de lo que ocurría con otros países en el pasado, una crisis en la universidad, el hogar de la razón, sea tal vez la más profunda crisis que deba enfrentar”.[1]
Bloom se lamentaba que, a medida que avanzaba la educación pública agresivamente secular, los integrantes de la familia norteamericana habían abandonado la costumbre de leer la Biblia juntos, lo cual alejaba a las nuevas generaciones del magnífico canon de libros que habían sido el principal adhesivo de la civilización occidental. “En Estados Unidos (…) la Biblia fue la única cultura común, la que unía a los simples y no tan simples, a los ricos y a los pobres, a jóvenes, viejos: modelo mismo de una visión del orden de todas las cosas que proveía el acceso a la seriedad de los libros”[2]. Bloom expresa que existe una conexión entre la descomposición intelectual en ámbitos universitarios y la decadencia de la institución familiar: “La causa de esta decadencia del papel tradicional de la familia como transmisora de la tradición es la misma que ha producido la decadencia en las humanidades: nadie cree que los viejos libros contengan la verdad, o puedan contenerla».[3] Páginas después, concluye, con el mismo tono lúgubre: «De este modo, el hecho de no leer buenos libros debilita la visión y refuerza nuestra más fatal tendencia, la creencia de que el aquí y el ahora son todo lo que existe».[4]
No es de extrañar que Bloom haya criticado abiertamente las ideologías identitarias, el multiculturalismo, el feminismo radical y el neomarxismo. Fíjense cómo Bloom ya detecta la estrategia conflictiva de la política de izquierdas que hoy estamos sufriendo. “El atractivo de “la fórmula de la minoría” fue enorme para toda clase de personas, reaccionarias y progresistas”.[5] También critica las derivadas políticas provenientes de las ideologías identitarias. “Los programas de estudios negros fracasaron en gran medida debido a que lo que había de serio en ellos no interesaba a los estudiantes, y el resto era palabrería inservible”.[6] “La acción afirmativa ahora institucionaliza los peores aspectos del separatismo”, expresa implacable.[7] Al respecto de la estafa intelectual que representa el multiculturalismo, es notable su riguroso análisis, tanto que se merece un párrafo aparte:
“Una de las técnicas para producir la “apertura” de los jóvenes [universitarios] es la de exigirles un curso universitario sobre alguna cultura no occidental. Si bien muchas de las personas que dictan tales cursos son verdaderos estudiosos y amantes de las áreas que estudian, en todos los casos en que he visto esta exigencia _ cuando hay tantas otras cosas que pueden y debe ser estudiadas, pero no son exigidas, cuando filosofía y religión ya no son obligatorias _ siempre escondía una intención demagógica. El asunto es obligar a los estudiantes a reconocer que hay otros modos de pensar, y que el modo occidental no es el mejor. De nuevo, no se trata del contenido, sino que lo importante es la lección que se puede extraer. Estos requerimientos forman parte del esfuerzo para establecer una comunidad mundial, y entrenar a sus miembros, es decir, convertirlos en “personas sin prejuicios”. Pero si los estudiantes realmente aprendieran algo de los espíritus de cualquiera de esas culturas no occidentales _ cosa que no ocurre _ se darían cuenta de que cada una de esas culturas es etnocéntrica. Todas ellas piensan que la suya es la mejor, y que todas las otras son inferiores. Sólo en las naciones occidentales, es decir, aquellas que han recibido la influencia de la filosofía griega, existe la disposición a dudar de la identificación de lo bueno con lo propio”.[8]
Allan Bloom, con cierto aire de mofa, habla del feminismo de los 70 y por ejemplo tilda de “aventurera sexual”[9] a Margaret Mead, entre otros antropólogos de izquierdas, a los que denomina “maestros de la apertura” que tienen una particular fijación con criticar y menospreciar la cultura conservadora norteamericana. Además analiza la inquina que el feminismo ha desarrollado por _lo que Harold Bloom ha denominado_ “el canon occidental”. “El más reciente enemigo de los textos clásicos es el feminismo”. [10] Con una fina ironía dice que para las feministas “toda la literatura hasta hoy es sexista” y su “activismo esta vez está dirigido contra el contenido de los libros. La más reciente traducción del texto bíblico suprime las diferencias de género en las referencias a Dios, de modo que las futuras generaciones no se vean enfrentadas al hecho de que Dios alguna vez fue sexista”.[11] Es decir, que las estupideces de moda que hoy nos asolan como usar la “E” para eliminar el contenido sexista del lenguaje son estupideces que Bloom ya había criticado en su época.
Con respecto al neomarxismo o a la Escuela de Fráncfort, Bloon dice que “El miedo a la libertad” de Erich Fromm no es más que Dale Carnegie con un poco de crema cultural centroeuropea batida coronándole”.[12]
Bloom, como buen conocedor de la tradición liberal, explica que la misma se alejó del iusnaturalismo de los padres fundadores, lo cual sembró las semillas posmodernas en muchos pensadores que se denominaron a sí mismos “liberales”. “El liberalismo sin derechos naturales, del tipo que conocimos con John Stuart Mill y John Dewey, nos enseñó que el único peligro que debemos enfrentar es el de estar cerrados a los emergentes, a lo nuevo, a las manifestaciones del progreso. No había que prestar ninguna atención a los principios fundamentales o a las virtudes morales que llevan a los hombres a vivir de acuerdo con aquellos. Para usar un lenguaje ahora corriente, la cultura cívica fue descuidada. Este giro del liberalismo es el que nos preparó para el relativismo cultural”.[13] Bloom acierta, Stuart Mill era en términos éticos, utilitarista como su maestro Jeremy Bentham, y Dewey, pragmatista: el liberalismo clásico parte en términos éticos de una deontología, y es una de carácter iusnaturalista.
Para las personas como yo, que hace años trabajamos en ámbitos universitarios y que seguimos de cerca el deterioro personal y social que producen las ideas perniciosas que circulan allí, el libro “La decadencia de la cultura: el cierre de la mente americana” de Allan Bloom nos enseña que las ideas importan. Nos instruye como las doctrinas de las izquierdas, en general, y del neomarxismo, el multiculturalismo, el feminismo radical y las ideologías identitarias, en particular, están produciendo una descomposición de la civilización desde allí, que envenena todo el sistema, inclusive, la familia tradicional. Bloom alerta que si no se combate el foco infeccioso que representan esas ideas en la institución universitaria, el cáncer se extenderá por todo el sistema. Perdón, Bloom escribió el libro en el año 1986. Todo esto ya ha sucedido. Pero Allan Bloom lo vio venir. Las ideas neomarxistas son el opio que se fuma en las universidades de todo Occidente hace más de 50 años, y hoy tenemos en las calles a varias generaciones de egresados universitarios intoxicados.