Hace varios meses asistimos a una payasesca comparsa de denuncias mediáticas, exacerbadas por los idiotas útiles de redes sociales, en las cuales, básicamente, observamos un mismo patrón de comportamiento. En todos los casos mencionados, X rechaza que Y compre, consuma o participe en el consumo o usufructo de una serie de bienes y servicios que el susodicho X ofrece en su local, negocio o propiedad, por N razones o motivos. Cuando X se niega, entonces Y arma un tremendo kilombo, con el objetivo, acaso, de que el culebrón adquiera tales dimensiones y tome estatus farandúlico en programas de espectáculos de poca monta, todo ello comunicado con el zócalo amarillista: “¡Auxilio, me discriminan!”.
En el primer caso, un pretendido artista denunció, en una breve transmisión a través de su cuenta de Instagram, que le negaron el acceso a un exclusivo bar asunceno por vestir una falda; y además agregaba, grabando a los guardias del bar, que estos le habían mencionado que tampoco se permitía el ingreso de personas transgénero. El episodio fue conceptuado, de forma muy poco rigurosa, por cierto, como una forma de discriminación a personas homosexuales y transexuales por el mencionado actor y toda la prensa “biempensante”.[1] En el segundo caso, que es similar, un periodista, de esos autodenominados “progresistas” o “socialistas”, pero uno que paga para su hija uno de los 10 colegios más caros del país (muy socialista no era tampoco parece), denunció en redes sociales que estando presente en el exclusivísimo intercolegial del ASA y viendo jugar a su hija, se le “expulsó violentamente”, según él “vomitado por una estructura de clase” y por tener “apariencia de calle, de clase trabajadora”.[2] En el tercer caso, en una discusión de twitter, internautas alegaban una discriminación inaceptable si acaso a propietarios de locales comerciales o restaurantes se les ocurría exigir el uso de tapabocas en sus respectivos negocios, sea para el ingreso o la permanencia en el mismo.[3]
Es fundamental ser extremadamente riguroso con las definiciones y el análisis de los ámbitos en juego, especialmente al encarar este tipo de situaciones, y debido a que es muy fácil caer en errores, ex abruptos y falacias cuando se aborda el omnipresente asunto posmoderno de las discriminaciones, tan en boga en la boca de progresistas de derechas e izquierdas o de cualquiera que pretenda reclamar algo que considera “justo”. El análisis aquí es necesariamente un análisis de derechos de propiedad, debido a que muchos progresistas le llaman “discriminación” al hecho de que X no brinda a Y acceso a su propiedad o no le permite disfrutar, gozar o usufructuar bienes y servicios que se encuentran dentro de su propiedad, y todo ello en virtud de una preferencia muy personal del mencionado X, sea por sus valoraciones, sus convicciones o sencillamente porque no le interesa obtener ganancias de cierta categoría de clientes. Los derechos de propiedad son fundamentalmente tres: derechos al goce o uso de la propiedad, derecho de admisión de terceros a ese uso o goce, y finalmente derecho de exclusión de terceros a ese uso o goce de mi propiedad. Y aquí es importante decirlo: una condición personalísima de aquel tercero (Y) no me obliga a mí (X) a extender el uso o goce de mi propiedad al mismo. Es decir, no estoy obligado a darte lo mío solo porque seas “la víctima del momento”.
Además de la perspectiva de los derechos de propiedad tenemos que agregar el análisis de qué rayos es una “discriminación”. ¿Qué es una discriminación? Porque el término se presta de mil formas a la manipulación política, tanto que sirve para reclamar cualquier cosa, en nombre de cualquier bandera. Si usted ha puesto en venta su automóvil pero no me lo vende debido a que yo no alcanzo el dinero suficiente para pagarle… ¿me está discriminando por mi condición económica? Yo podría apelar al Estado exigiendo que intervenga este particular proceso porque usted no me vende su auto solo porque soy “pobre”, y además, podría escracharlo y cancelarlo moralmente en redes sociales acusándolo de aporofóbico?[4] La cosa en realidad es así: una discriminación solamente puede ocurrir si existe un derecho que ha sido negado, atropellado o violentado en función a una condición pre-existente (raza, sexo, color de ojos) del individuo lesionado. En otras palabras, donde no hay lesión de derechos no puede haber discriminación. En palabras de John Locke: “Sólo donde hay lesión de derechos, hay deber de reparación”.
Veamos el primer caso. En aquella situación X no permitió a Y ingresar a su local porque Y vestía una pollera. ¿Cuál fue el derecho que X ha atropellado de Y? Piénsenlo por un momento. ¿Acaso Y tenía un derecho sobre la propiedad de X, derechos conexos además sobre lo que había dentro de aquella, de tal forma que pueda reclamar restitución o reparación al respecto, o más aun denominar a la negativa de X de darle su propiedad un acto de “discriminación”? Pongámonos por un momento en el lugar de X: se rompió el lomo laburando, compró o arrendó una propiedad, compró mesas, sillas, diariamente adquiere alimentos para procesarlos y ofrecer así un servicio, dentro de Su propiedad, para Sus eventuales clientes; es decir, todo, el local más el mobiliario, las comidas y las bebidas son de X: son Su propiedad. ¿Qué derecho tiene Y a la propiedad de X? Sencillamente ninguno, porque no existe un derecho a la propiedad ajena. Por lo tanto, si no existe derecho que en este caso que haya sido lesionado, no existe discriminación. El “pollerudo Y” se debería ir a otro local y dejar de hacer el ridículo intentando obligar a otros a darle algo que no le pertenece.
Algunos dirán “…pero X dijo que no le quiere dejar entrar en su propiedad porque Y es transexual o porque tiene pollera”. Las razones o motivos por los que X excluye a Y del usufructo transitorio de Su propiedad privada son irrelevantes. Yo puedo tener un gimnasio y solo permitir el ingreso de olimpistas, o de hombres o mujeres. Puedo tener un almacén en el barrio y dejar de venderle a la Familia X porque ya no “les aguanto porque hablaron mal de mí”. Si permitimos que los demás impongan sus preferencias sobre el cómo debemos usar nuestra propiedad, entonces debemos prepararnos a ver como desaparecen los incentivos para una sociedad civilizada, y con ellos los locales comerciales, los bares, los supermercados, las casas, los automóviles. Nadie puede decirte cómo usar tu propiedad, y esto porque nadie se esforzaría para tener una propiedad si los demás fueran los que decidieran cómo, cuándo, dónde y con quién debe usarla, transferirla o prestarla.
En el segundo caso, al periodista que supuestamente “expulsaron violentamente” del ASA, es importante resaltar que esa expresión fue retórica, y que incluso en la nota del mismo no indica que haya habido coacción física para que se retire. Ahora, aquí prima el mismo principio derivado de los derechos de propiedad. X, el dueño del evento y de la propiedad es quién posee el derecho de admitir el ingreso y de consentir la permanencia de Y personas, y puede, cuando así lo considere, excluir e incluso expulsar, si cree necesario, a Y. Es verdad, y si acaso Y y su pareja Y2 pagaron un canon por presenciar el evento, este debe ser devuelto íntegramente. En el caso en cuestión, el progresista se quejaba de que lo echaron por su aspecto de pobre, y la verdad que eso no fue probado, pero aunque pudiera ser cierto, es absolutamente irrelevante. Si yo tuviera una pileta e ingresa al local una persona que tiene aspecto sucio yo podría echarle por exactamente esa misma razón. “Mi pileta, mis reglas”. Quizás ustedes son muy jóvenes, pero soy de la generación donde uno para ir a una discoteca tenía que usar tenida sport elegante, o no te dejaban entrar. Y nadie lloraba por eso porque la gente era ubicada. Así que, señor Y socialista, si iría al ASA a ver a su hija, hubiera pensando previamente en la mejor tenida para la ocasión. Es sentido común. ¿Qué derecho le fue lesionado a este señor? Si acaso pagó la entrada entonces sí, se rompió un contrato y esto requeriría que se le repare el daño, incluso la devolución del monto íntegro, y hasta quizás el medio jornal por el tiempo invertido, pero no más. No existió ninguna discriminación “de clase”, porque no existe un “derecho de clase” a la propiedad ajena.
Algunos pueden decir “…pero el progresista tenía derecho a ver a su hija y por lo tanto el ASA debía permitirle hacerlo…” pero estarían equivocados. Si este señor para poder ver a su hija jugar un torneo debe usufructuar la infraestructura del ASA, las graderías del ASA, las canchas del ASA, es decir, usar la propiedad ajena, entonces, él no tiene ese derecho. Su derecho a verle a su hija jugar no puede obligar a terceros a cederle involuntariamente Sus propiedades. Hay canchas públicas en todos los barrios donde puede ver jugar a su hija y nadie podría “expulsarlo violentamente” de ellas: porque son propiedad pública.
Por último, los internautas que querían mandar a la hoguera a todo X comerciante que en la entrada de su local exija “Solo se permite el ingreso y la permanencia de personas con tapabocas”. En este caso, el análisis de los derechos de propiedad es concluyente. El locatario X tiene todo el derecho de exigir a los que postulen como sus clientes Y el uso de tapabocas, si así lo considera. Es su propiedad, son sus mercaderías, su mobiliario, y además, es su prerrogativa elegir a sus clientes. De hecho, hay locales comerciales que exigen ingresar sin kepis, sin anteojos de sol, sin mascotas o que obligan al típico cachafaz del barrio a ponerse la remera para el efecto, y nadie pierde la cabeza por ello. ¿Entonces por qué no podría el dueño del almacén del barrio exigir tapabocas? Algunos argumentaban que siendo que el gobierno declinó el uso obligatorio del tapabocas, entonces ningún local comercial puede exigirlo. A ver, y ¿qué pasa si el dueño padece de asma o si, simplemente, considera que imponiendo esa exigencia a sus clientes cuida a sus hijos? ¿No tiene derecho a cuidarse, incluso a costa de perder algunos clientes que no quieran usar el “maldito tapabocas”? Además, y aunque el dueño no padezca de asma, nadie tiene el derecho de someter a otros a su presencia en la propiedad de aquellos. Y como si todo fuera poco, el dueño no nos debe ninguna explicación al respecto. Sólo debemos recordar que no tenemos derecho a Su propiedad, por más que la necesitemos: no importa si tenés hambre y querés comprar harina, o huevos o aceite. La necesidad no origina derechos y pensar lo contrario es muy marxista.
Alguno podrá decir, “…pero qué pasa si un dueño de local o restaurante te pido tapabocas, te exige cuadro de vacunación, te pide hisopado, te obliga a hacer tres vueltas carnero antes de ingresar y 100 lagartijas…”. Es verdad que alguno podría argumentar así. Pelotudos hay en todos lados que no entienden la naturaleza humana ni cómo funciona la economía. El dueño del local se muere por vender y por cada restricción que él imponga a los potenciales clientes, ¡él pierde clientes y pierde plata! Entonces, los pocos locales que hayan impuesto tapabocas (la verdad nunca terminó sucediendo eso luego de el levantamiento de las restricciones) lo hacen muy a costas de su propio interés y perdiendo clientes. El mercado castiga la exclusión y es por eso que casi no ha sucedido.
En fin, y para ir concluyendo, donde no hay derechos lesionados por características pre-existentes en el individuo (sexo, raza, género, clase), no pueden existir discriminaciones; luego, como no existe un derecho a la propiedad ajena, entonces no existe una obligación de que X venda o extienda el uso o goce de bienes o servicios que son parte de Su propiedad a Y, y si tal caso acontece, es improcedente, y una forma de pelotudismo social el que Y le llame “discriminación” a la negativa de X: es simple y llanamente un acto de exhibicionismo moral de Y diciendo “soy una víctima, mírenme, soy una víctima”.
[1] https://www.hoy.com.py/lgbt/artista-denuncia-discriminacion-en-bar-centrico-me-dijeron-que-no-dejan-pasar-hombres-con-vestido
[2] https://www.facebook.com/juliocesar.benegasvidallet/posts/2509367129200381
[3] https://twitter.com/kokeshema/status/1516139708480376838?t=Kg55fXN06kF8_7Y1YbVtDw&s=08
[4] La palabra “aporofobia” es un neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina en 1995 para referirse al “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio”[i].