El liberalismo clásico nace como un programa de investigación sobre la naturaleza humana: cómo es el ser humano, sus características, sus potencialidades y limitaciones, los alcances de su conocimiento. Su punto de partida inevitable es el “cómo son las cosas” y no el “cómo deberían ser las cosas”, y esa es la base de su realismo político. Congruente con el movimiento humanista de la modernidad tardía, el liberalismo es, naturalista en términos metafísicos, e iusnaturalista, en términos políticos. La noción de naturaleza le es fundamental, y con ella la hipótesis de que la mente humana posee limitaciones para conocer. Que el liberalismo nace como “un programa de investigación” es evidente si consideramos que, en el año 1689, John Locke publica su “Ensayo sobre el entendimiento humano”,donde exploraba la cuestión de los alcances del conocimiento; que el concepto de “naturaleza” le es central a su teoría política, es obvio, si tenemos en cuenta que David Hume escribió el “Tratado de la naturaleza humana” en 1739. En otras palabras podemos decir que el liberalismo clásico es una integración teórica que emerge de una inquietud epistémica respecto a una ontología, en particular, la antropología.
¿Por qué la noción de “naturaleza”, y más en particular, la noción de naturaleza humana es tan importante en la tradición liberal clásica? Entre otras razones porque la noción de naturaleza explica a satisfacción expresiones humanas tan elementales como su nativa adhesión a la tribu, su incipiente individualismo moderado, su corrupción ante el poder, el imperativo biológico del uso de la agresión, sus sentimientos morales en la protección de lo sentido como propio o en la predisposición a la sympathía (empatía); la inclinación a usar el lenguaje como forma de persuasión o disuasión, su originario malestar cuando no acierta a unir causas con efectos y por supuesto, también, su propensión a lo trascendente.
Esta genealogía de las ideas explica por qué históricamente los liberales clásicos hemos estado radicalmente en contra de programas políticos que, con ínfulas de absolutismo epistémico, quieran ir en contra, o agredir o cambiar la naturaleza humana. Alexis de Tocqueville critica a la Revolución Francesa porque “siendo su tendencia la de regenerar el género humano, más aún que la de reformar Francia, encendió una pasión como nunca hasta entonces habían podido producir las más violentas revoluciones políticas[1]. ¿Por qué la Revolución Francesa buscaba regenerar al “degenerado” género humano? Porque a decir de Rousseau, el ideólogo que inspiró esa atroz revolución, los políticos deben “sentirse en condiciones de cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana, […] de transformar a cada individuo […] de alterar la constitución del hombre para reforzarla”.[2] Adam Smith señalaría ese mismo rasgo totalitario en el “man of system[3] […] que se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que […] en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente…”[4]. Frederic Bastiat, con conmovedora elocuencia denuncia a Rousseau y a otros “inventores de sociedades artificiales”, “el estudio del Contrato Social era a propósito para hacer ver lo que caracteriza a las organizaciones sociales artificiales: son rasgos comunes a todos los inventores de esta clase de organización partir de la idea de que la sociedad es un estado contra la naturaleza, buscar combinaciones por las que se pueda someter a la humanidad, olvidarse que ella tiene en si misma su propio movimiento, considerar a los hombres como a materiales viles, aspirar a darles movimiento y voluntad, sentimiento y vida, y considerarse de ese modo a inconmensurable altura del género humano. La invenciones son diferentes; pero los inventores se parecen”[5].
Recientemente he concluido la lectura del libro “La cuarta revolución industrial” de Klaus Schwab[6], fundador del Foro Económico Mundial. Schwab escribe con maneras de economista, práctico y optimista respecto de las innovaciones rupturistas que fusionan las tecnologías físicas digitales y biológicas, en lo que él denomina “Cuarta Revolución Industrial”. Pero, en realidad Schwab es solo otro ingeniero social, en nada distinto a Rousseau, que en este caso propone una reforma radical del orden social alterando nuestra esencia como seres humanos, en lo que básicamente se ha dado en llamar “Transhumanismo”.
El autor nos engaña al escribir que los gobiernos deben esforzarse para que, durante la revolución tecnológica, “el ser humano se mantenga en el centro de todas las decisiones”[7], pues a continuación se contradice al decir que “la cuarta revolución industrial no solo está cambiando lo que hacemos, sino lo que somos” y “afectará nuestra identidad” al dar “lugar a formas de engrandecimiento humano que hagan que nos cuestionemos la naturaleza misma de la existencia humana”[8]. Para que la engañifa sea aún más notoria, declara: “las sorprendentes innovaciones provocadas por la cuarta revolución industrial, desde la biotecnología hasta la inteligencia artificial, están redefiniendo lo que significa ser humano”[9]. ¿Realmente pretende Schwab que se mantenga en el centro de las políticas públicas al ser humano en un contexto donde la misma palabra “ser humano” va a ser materialmente puesta en cuestión mediante cambios en su propia constitución biológica? Es una trampa. Las invenciones pueden variar, pero los inventores se parecen, diría Bastiat.
“Podríamos ver bebés diseñados en un futuro próximo, junto con toda una serie de otras enmiendas a nuestra condición humana”[10]_ expresa livianamente el fundador del Foro Económico Mundial, con una tranquilidad que aterra. Luego llega la consecuencia lógica de crear de seres humanos “a la carta”. “Esto da lugar a una desigualdad que va más allá de la inequidad social descrita anteriormente. Esta desigualdad ontológica separará a quienes se adapten a ella de aquellos que se resistan, es decir, a los ganadores de los perdedores” y esto “puede crear conflictos de clase y otros enfrentamientos como nunca antes se ha visto” [11]_confiesa Schwab, en un sincericidio marxista, revelando cuál es su lado en esta batalla. Los transhumanistas son los ganadores.
Una voz que proviene de la sabia tradición conservadora es la del discípulo de Sir Roger Scruton, el profesor peruano Miklos Lukacs, experto en transhumanismo, en tecnologías emergentes y convergentes, quien advierte que detrás de las pretendidas motivaciones filantrópicas del transhumanismo _motivaciones que enarbola el libro de Schwab_ se esconde el más perverso antihumanismo: “¿Cuál es la semilla de la corrupción que está destruyendo nuestra civilización? La filantropía. ¿Quiénes la sembraron? Los metacapitalistas (o multibillonarios). A estos criminales que “predicen” el futuro responden títeres como Biden, Schwab, Trudeau, Macron, Johnson y otros”.[12]
La Cuarta Revolución Industrial, definida como “la fusión de las tecnologías físicas, digitales y biológicas”[13], con su necesaria y última instancia, el transhumanismo, es contraria al liberalismo clásico, porque se erige en el totalitario proyecto de modificar la naturaleza humana, se auto-promociona como instancia absolutista que supuestamente posee todas las respuestas a las incógnitas existenciales y porque engendra las semillas para el advenimiento de un atroz fascismo. Tocqueville, Adam Smith o Bastiat leerían aterrados “La cuarta revolución industrial”, de Klaus Schwab, especialmente por esa obcecación típica del “man of system” que padece su autor y por ese “optimismo pragmático”[14], tan propio de los “organizadores de sociedades artificiales”[15]. En definitiva, todo liberal clásico honrado debería ver este libro como una evidencia material de aquella “fatal arrogancia”[16] que caracteriza a todo ingeniero social, que impunemente cree poder “jugar a los dados con el universo”[17] de millones de años de evolución biológica, sin que se desate una tormenta perfecta de espantosas consecuencias indeseadas.
La noción de naturaleza humana seguirá siendo una de las características primordiales de la teoría moral, política y económica del liberalismo fundacional, el liberalismo clásico, y le pese a quien le pese, seguirá siendo un refugio de la libertad debido a su existencia material. Un liberal que, en esta batalla cultural, siendo presa de la “corrección política” haya renunciado a ella en su tarea filosófica, académica o política, es un ingenuo militante político que respondería mejor a la categoría de “progresista”. Peor aún, ese “liberal” ha renunciado, sin saberlo, a una de las armas más poderosas que tiene la humanidad para proteger las libertades en contra la ingeniería social.