Existe un conjunto de consideraciones erróneas alrededor del concepto de inflación. Estas consideraciones emanan de un particular y muy conveniente equívoco, que describe a la inflación como una suba generalizada de los precios, medida por el IPC, el índice de precios al consumidor. Así, el economista de cabecera de nuestras universidades, Paul Samuelson (por cierto, Premio Nobel de Economía, 1970), define la inflación como “un periodo de aumento general de los precios de los bienes de consumo y de los factores productivos”. Esto quiere decir que no se puede llamar inflación a la particular suba del precio de la leche, o a la suba puntual del precio del queso; es inflación_ si y solo si_ hay un generalizado aumento del precio de todos los bienes en una economía.
Este concepto de la inflación es también un diagnóstico situacional, ¿si la inflación es suba generalizada de precios entonces qué hay que hacer? Sencillo, diría el ladrón político de turno, hay que convocar a los empresarios y obligarles a que bajen sus precios, controlar sus estructuras de costos y en muchos casos, introducir perniciosos controles con un esquema de persecución estatal. ¿Se dan cuenta? En el vicioso concepto del economista, amigo de la Unión Soviética, Samuelson, se encuentra implícito un diagnóstico, y por ello esa definición de inflación es favorable y conveniente para los políticos, pues a la par que esconde sus ansias de control y poder, también oculta las verdaderas causas de la inflación: las medidas políticas en la economía.
“La inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”, decía el Premio Nobel de Economía 1976, Milton Friedman, en una definición que se aproxima mucho más a la realidad. ¿Qué significa que la inflación tenga causas estrictamente monetarias? Sencillamente significa que las políticas monetarias del poder político de un país son las que ocasionan la inflación. Seamos francos: cada persona debe saber que el papel moneda no es riqueza. El dinero son solo cupones con sello gubernamental que sirve para facilitar los intercambios.
¿Qué es pues la verdadera riqueza de una nación? Lo que verdaderamente enriquece a una nación son los bienes y servicios que producen en libertad los individuos que la componen. En última instancia el dinero no se come y no se bebe; el dinero no es riqueza. La gente quiere lo que logra con dinero, autos, aires acondicionados, una casa, viajes, celulares, en definitiva, la gente desea bienes y servicios. De ello se desprende que los billetes son medios para alcanzar otros fines. ¿Qué pasaría en la calle, en el mundo real, si el Estado, a través de su banco central, responsable de la política monetaria, empieza a aumentar de manera irresponsable los medios de intercambio (billetes) sin que el país aumente a la par la producción de los fines (bienes y servicios)? Lo que sucedería es que las personas tendrían más dinero en sus manos, pero continuaría invariable la cantidad de bienes y servicios en la calle. Cada persona sentiría que puede gastar igual o incluso más que antes y exigiría bienes a cambio de billetes; esa competencia entre demandantes subiría los precios de las escasas mercancías y servicios, y en definitiva se produciría inflación.
Esto fue exactamente lo que ha pasado en los últimos dos años en Paraguay de manera notable y en la última década de forma menos manifiesta. ¿Recuerdan los préstamos que se hicieron en “Pandemia”? Fueron 1600 millones de dólares de bonos soberanos, más 20 millones de dólares que nos prestó el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), más los 274 millones de dólares que nos prestó el FMI (Fondo Monetario Internacional), más los 300 millones de dólares que nos prestó el Banco Mundial. Sumemos 1600 + 20 + 274 + 300 = 2.194 MILLONES DE DÓLARES. Esto es lo que se llama “expansión del crédito”, una medida keynesiana que fascina a los políticos. Con ella, el gobierno puso a disposición del Estado y de particulares un monto de G. 14.700.000.000.000 (CATORCE BILLONES SETECIENTOS MIL MILLONES DE GUARANÍES) en créditos blandos, subsidios, pagos de salarios a funcionarios públicos y compras estatales amañadas, es decir el estado incrementó de forma irresponsable la masa monetaria del país, a medida que toda la producción se contraía y disminuía, es decir, se derrumbaba. Más medios de intercambio y menos bienes y servicios para intercambiar es igual a inflación de precios finales a causa de consumidores ávidos con cupones gubernamentales pugnando por mercancías escasas.
Pasaron muchos meses desde los préstamos que el gobierno realizó en “Pandemia”, y alguno, con buen tino, preguntará: ¿si la causa de esta inflación que estamos experimentando ahora es la expansión del crédito realizada por el Estado en el 2020 y parte del 2021, por qué recién sentimos los efectos de una inflación galopante? La realidad económica nos enseña que los efectos de las políticas monetarias son remotos y se comienzan a sentir aproximadamente hacia los 18 meses de ser implementadas, estos efectos no son inmediatos. Esa es una de las razones para que los políticos ladrones y un sistema financiero corrupto puedan ser favorecidos por un concepto erróneo de inflación. Es también una de las razones por las que el mal diagnóstico perdura.
¿Los políticos son los únicos que se benefician de esta coyuntura? Pues no, como mencioné más arriba, todo un sistema financiero inescrupuloso medra en los tenebrosos contornos de los negocios del Banco Central, beneficiándose de las consecuencias de la inflación. Los primeros en recibir los préstamos estatales son ellos quienes distribuyen estos al gran público, según pretendidas políticas determinadas para “el bien común”. Este “oligopólico” sistema financiero recibe ganancias descomunales por este servicio y “las blindan” en otra moneda, a medida que devalúan constantemente la nuestra. Nunca vas a encontrar a un político, por más patriota que se declare, o a un miembro TOP de la élite financiera vernácula, que vive a costa de la moneda nacional, ahorrando en guaraníes. Olvidate.
Te lo resumo de otra forma: el que parte y reparte, se queda con la mejor parte.