La victoria de Guaraní por 2-0 frente a General Caballero de Juan León Mallorquín, lograda ayer en el estadio Ka’arendy, podría tener el brío de un paso decisivo en la recta final del Clausura. Pero en realidad deja un sabor amargo: el Cacique aún no manda sobre su destino y su fútbol deja demasiado que desear
El partido arrancó con poca chispa. General Caballeroapenas hilvanó ideas, y Guaraní, lejos de desplegarse con convicción, sobrevivió a base de errores ajenos. El primer gol nació de un blooper: un saque de esquina ejecutado por Manzur encontró a Zaracho, que ganó la carrera con su marcador, y terminó empujando el balón hacia su propia red.
Los fantasmas volvieron con el VAR. Se anuló un penal para cada bando: primero por offside previo a una falta, luego por una supuesta mano que terminó siendo natural. Guaraní se salvó de la pena máxima, y el árbitro Colmán levantó el pito con justicia.
En el segundo tiempo, el equipo aurinegro apenas consiguió mantener la ventaja. No ofreció un ataque convincente ni demostró autoridad: cedió la iniciativa, dejó espacios y sufrió en defensa.
Los rojos de Mallorquín apretaron con saques de esquina, pero siempre chocaron ante errores propios o un Guaraní que mostraba más sustancia en la defensa que brillantez en el ataque. En el final, llegó el segundo gol de la mano de Richar Torales, con garra y envío largo de Aldo Pérez, más como un destello aislado que como producto de un plan poderoso.
Lo más grave de este triunfo no es solo la fragilidad del juego, sino que Guaraní no depende de sí mismo para ser campeón. Aun con estos tres puntos, las posibilidades matemáticas lo mantienen vivo, pero su fútbol ya no convence.
En síntesis, Guaraní ganó, sí, pero lo hizo de la forma más precaria posible. No luce como un campeón genuino: parece más un sobreviviente aferrado a una esperanza sin vida que a una ambición real. Si quiere levantar la copa, deberá mejorar mucho más que lo que mostró hoy y depender de Tembetary.




