La alianza Unidos por Asunción vivió una semana convulsionada. Tanto que la senadora Celeste Amarilla, con la sinceridad que la caracteriza, lanzó en sus redes un lapidario posteo: “nuestro vicio preferido, dividir”. A primera vista, parecería un diagnóstico acertado. Pero basta detenerse un instante para notar que no hablamos de una división, sino de algo más elemental y hasta químico: una separación natural, como el agua y el aceite. No importa cuánto los agites, nunca se mezclan.

Las dos figuras con más posibilidades dentro de la alianza (Johanna Ortega y Soledad Núñez) representan polos tan opuestos que insistir en llamarlo “división” es forzar la realidad. No es una división, es una separación inevitable.
Soledad Núñez es, por definición, una tecnócrata, sin discurso ideológico claro, adaptable al público y funcional a las circunstancias. Su narrativa se ubica lejos de la política en su sentido clásico; es técnica, gerencial, casi empresarial, en pocas palabras: el fiel reflejo de su origen, las ONG. Ortega, en cambio, no esconde lo que es. Se define como socialista sin medias tintas, reivindica el papel de la política como motor de transformación social y milita, sin eufemismos, en una visión ideológica estructurada.
¿Cómo unir, entonces, a una tecnócrata inorgánica con una militante orgánica? ¿Cómo ensamblar el lenguaje técnico con el lenguaje político? Aunque intenten barrer estas diferencias bajo la alfombra, tarde o temprano aparecerán las chispas… y los incendios. La única incógnita real es si se quemarán solo ellas o si arrastrarán también a la ciudadanía.
Sus bases sociales reflejan esta grieta interna. Núñez atrae a jóvenes urbanos desideologizados, consumidores de discursos neutros y promesas de modernización del Estado. Ortega, por su parte, moviliza a jóvenes politizados, militantes, con una identidad ideológica marcada. No solo son programas diferentes; son culturas políticas incompatibles.
Esta alianza encarna un dilema clásico de la teoría política: la tensión entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. Si se unen únicamente para ganar, lo que proponen no es un proyecto: es una estrategia. Y una estrategia que, de triunfar, derivará en un gobierno inestable, contradictorio y condenado a la parálisis. Una coalición basada en el miedo u odio al adversario no es una visión de ciudad; es una reacción desesperada y, desde una ética democrática, profundamente irresponsable.
El problema de Paraguay (y podría decirse de toda la región) es que las alianzas no son programáticas, sino reactivas. Unidos por Asunción no es la excepción. Núñez y Ortega no comparten ideología, no comparten bases sociales, ni siquiera comparten una noción común de Estado. Se unen contra algo, no a favor de algo. Y ahí es donde nace el riesgo ético.
A esto se suma un ingrediente adicional: otras fuerzas de la alianza que orbitan hacia polos aún más dispares. Algunas se acercan al conservadurismo (Patria Querida), mientras que otras bordean el anarquismo institucional (Cruzada Nacional). Cuando todas estas agendas colisionen, el resultado será previsible: bloqueo mutuo, reformas estancadas, caos interno y la inevitable búsqueda de culpables.
Y mientras ellos se acusan entre sí, al final del día la factura la pagará, como siempre, la ciudadanía.
Pero dude de todo, no me crea a mí como suele decir Enrique Vargas Peña. Así que cierro con otro mensaje de la propia senadora Celeste Amarilla, para que saque usted sus propias conclusiones.





