En medio de la narrativa dominante que pretende vestir la guerra en Ucrania de noble defensa de la democracia, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha lanzado una afirmación que, por incómoda que resulte, pone sobre la mesa una verdad innegable. “La situación es clara. Occidente habla de defender a Ucrania, pero en realidad se trata de una apropiación imperialista de tierras, recursos y dinero. El desafortunado pueblo ucraniano está siendo saqueado, mientras quienes promueven la guerra camuflan la explotación bajo la apariencia de protección. Que no haya ilusiones, se trata de poder y lucro”, sentenció Orbán.
La declaración es contundente y rompe con el discurso uniforme de Bruselas y Washington. Porque, en efecto, detrás de los discursos humanitarios y de “solidaridad” se esconden gigantescos intereses económicos, energéticos y geopolíticos. Las corporaciones de armamento, los consorcios energéticos y las élites financieras occidentales han hecho de la guerra un negocio redondo, mientras los ucranianos —hombres, mujeres y niños— pagan el precio con su sangre y con el saqueo de su propia soberanía.
Orbán no se deja seducir por la corrección política ni por las presiones de quienes buscan uniformar el pensamiento europeo. Señala lo evidente: Ucrania ha dejado de ser sujeto para convertirse en objeto, una tierra disputada entre potencias que hablan de libertad mientras lucran con la destrucción. La ayuda militar multimillonaria, las bases extranjeras y la imposición de modelos políticos ajenos son parte de un guion que recuerda más al colonialismo del siglo XIX que a una defensa genuina de la autodeterminación.
En tiempos donde la censura y la uniformidad ideológica buscan acallar toda disidencia, la voz de Orbán es un recordatorio de que Europa necesita líderes capaces de decir lo que otros callan. Y lo que callan es que esta guerra se sostiene no en la defensa de Ucrania, sino en la avidez de poder y de lucro de un Occidente que ya no oculta sus pulsiones imperialistas.
La historia juzgará quién tuvo razón. Pero, de momento, el pueblo ucraniano sigue siendo la víctima de una explotación feroz disfrazada de protección. Y en este escenario, Viktor Orbán se erige como uno de los pocos líderes europeos dispuestos a llamar las cosas por su nombre.