El gobierno francés vuelve a alzar la voz contra Israel, acusándolo de “colonialismo” y “opresión”. París pretende erigirse como juez moral de los conflictos en Medio Oriente, dictando cátedra desde sus atriles diplomáticos. Pero detrás de esa fachada de rectitud, la realidad expone a Francia como lo que es: una potencia que jamás abandonó sus prácticas coloniales, que mantiene territorios a miles de kilómetros de Europa y que aún hoy ejerce un control económico y político sobre gran parte de África.
Porque no se trata solo de los trece territorios de ultramar —Guadalupe, Martinica, Guayana Francesa, Reunión, Mayotte, San Pedro y Miquelón, San Martín, San Bartolomé, la Polinesia Francesa, Wallis y Futuna, Nueva Caledonia, las Tierras Australes y Antárticas Francesas y la isla Clipperton— que siguen bajo la bandera francesa en pleno siglo XXI. Francia también conserva un sistema de dominación mucho más sutil, pero igualmente efectivo, sobre catorce países africanos, a través del llamado Franco CFA, una moneda controlada desde París.
Países como Senegal, Costa de Marfil, Mali, Burkina Faso, Níger, Togo, Benín, Camerún, Gabón, Chad, República Centroafricana, Congo-Brazzaville, Guinea-Bissau y Guinea Ecuatorial, continúan atados a un sistema monetario heredado de la colonización, que obliga a depositar gran parte de sus reservas internacionales en el Tesoro francés y limita su soberanía económica. Es decir, mientras Francia presume de “cooperación” y “amistad” con sus antiguas colonias, en la práctica mantiene un férreo control sobre sus finanzas, sus políticas económicas y, en muchos casos, sus recursos naturales.
¿Cómo puede un país con territorios dispersos en todos los océanos y con una red de dependencia neocolonial en África acusar a Israel de “colonialismo”? La hipocresía francesa no solo es ofensiva, sino que deslegitima cualquier discurso que pretenda dar lecciones de moralidad internacional. Israel, un Estado democrático que defiende su derecho a existir frente a la amenaza constante de grupos terroristas y regímenes hostiles, es señalado por París mientras Francia perpetúa mecanismos coloniales en pleno 2025.
La doble vara es evidente: condenar a Israel por defenderse en su propia tierra, mientras se esconde bajo un manto de silencio el dominio francés en ultramar y en África. La verdadera pregunta es: ¿quién es el colonizador en el siglo XXI? Israel, que lucha por su supervivencia, o Francia, que conserva territorios y controla economías extranjeras con métodos que recuerdan a las peores prácticas del pasado.
Francia no tiene autoridad moral para acusar a nadie de colonialismo. Su legado, su presente y su geopolítica revelan que el colonialismo nunca terminó: solo se transformó. Y hasta que París no reconozca su doble estándar, cada palabra contra Israel será un eco vacío, una proyección de sus propias culpas históricas.