El reciente fallo contra el expresidente Jair Bolsonaro representa, más que una decisión judicial, una maniobra política que desnuda la crisis institucional que atraviesa Brasil. El mismo Supremo Tribunal Federal (STF) que hoy lo condena fue el que liberó al “mayor ladrón del Brasil”, Luiz Inácio Lula da Silva, pese a haber sido condenado en tres instancias judiciales distintas. Esa liberación, plagada de irregularidades, abrió la puerta a su regreso al poder.
El caso de Bolsonaro muestra una gravedad aún mayor. Lo juzgó directamente el Supremo Tribunal Federal, cuando el procedimiento correcto era iniciar en primera instancia y luego avanzar en sucesivas instancias de apelación. La violación de este principio básico convierte al proceso en nulo de pleno derecho. Como han señalado expertos, lo ocurrido equivale a un juicio político encubierto, pero fuera del Parlamento, que es el órgano constitucionalmente competente para tal fin.
La figura del superpoderoso magistrado Alexandre de Moraes concentra las críticas. Fue él mismo quien denunció, procesó y condenó a Bolsonaro, actuando como acusador y juez al mismo tiempo, lo que quebranta la esencia del debido proceso. Incluso si Bolsonaro hubiese sido culpable del delito que se le atribuye, jamás puede justificarse la supresión de las garantías procesales que son fundamento de toda sociedad moderna.
La condena a Bolsonaro se enmarca en un Brasil cada vez más alejado de las libertades democráticas, donde la censura en redes sociales, las presiones ambientales europeas y la manipulación judicial se combinan para asfixiar la pluralidad política y neutralizar a la oposición. Lo que debería ser un Estado de derecho se convierte en un campo de batalla donde la justicia se usa como herramienta de persecución política.
El resultado es claro: Brasil dejó de ser una democracia plena. Lo que ocurrió con Bolsonaro no es justicia, sino un precedente peligroso que erosiona la institucionalidad y amenaza a todo aquel que se atreva a desafiar al poder establecido.