Vivimos una época donde las grandes marcas confundieron “representar valores” con subirse a una agenda ideológica que no representa a la mayoría. En su afán de parecer progresistas, muchas compañías están chocando de frente con una verdad incómoda: la mayoría silenciosa, esa que no hace ruido en redes sociales pero sí decide con su consumo, está harta.
El caso de Jaguar es paradigmático. En noviembre de 2024, la icónica marca británica de autos lanzó una campaña de rebranding basada exclusivamente en estética inclusiva, discursos vacíos y una visión completamente alejada de su tradición. No mostraron autos, no hablaron de potencia ni de diseño, en cambio, mostraron banderas, modelos diversos y mensajes ideológicos que nada tenían que ver con el producto. El resultado fue devastador. En abril de 2025, las ventas de Jaguar en Europa se desplomaron un 97.5 %. En lugar de atraer nuevos clientes, la marca terminó alejando a sus compradores históricos.
Por el contrario, American Eagle, una marca de ropa juvenil, lanzó una campaña con una actriz que es símbolo de la femineidad clásica, Sydney Sweeney, que, pese a ser tachada de “eugenésica” por sectores progresistas, elevó el valor de sus acciones en un 10 % y disparó el interés del público. Mientras los medios criticaban la campaña por ser “políticamente incorrecta”, los consumidores respondieron con más compras. ¿El mensaje? La gente quiere que las marcas vendan productos, no sermones.
Durante años, un pequeño pero ruidoso grupo logró imponer su narrativa: “hay que ser inclusivos”, “hay que deconstruir”, “hay que erradicar todo lo tradicional”. El problema es que esa visión no representa al grueso de la sociedad. La mayoría de los ciudadanos valora la familia, el esfuerzo, la identidad, la libertad individual y los principios morales básicos. Solo que no hace escándalos en redes sociales ni sale a gritar a las calles. Compra. Elige. Decide. Y eso se está notando.
Los estrategas de marketing deberían tomar nota. El consumidor no es un activista. El consumidor quiere que lo traten como una persona libre, no como un objetivo de adoctrinamiento. Quiere calidad, precio, identidad y, sobre todo, respeto. Y eso incluye no ser insultado por pensar distinto ni sentirse culpable por defender valores que, a pesar de los siglos, siguen siendo el fundamento de nuestra civilización.
Las ventas no mienten y les deja una lección clara: cuando las marcas ignoran a la mayoría silenciosa para agradar a un pequeño grupo ideologizado, pagan el precio. Las empresas deben elegir si quieren ser plataformas políticas o negocios sostenibles. Porque al final del día, los valores tradicionales no están muertos: están comprando, están votando… están despertando.