Cada vez que Hungría toma una decisión soberana y coherente con su identidad nacional, los mismos de siempre activan la maquinaria del escándalo. Esta vez, la crítica gira en torno a la supuesta “prohibición” de celebraciones del colectivo LGTB. Pero la realidad es otra: el gobierno húngaro no ha prohibido manifestaciones ni expresiones individuales; ha puesto límites razonables para proteger a los niños de comportamientos o mensajes que no son adecuados para su desarrollo.
Esto no es censura. Es responsabilidad. Es política pública con sentido común. La infancia merece un entorno donde no se la utilice como campo de batalla ideológico.
Hungría ha demostrado que es posible mantener una sociedad segura, ordenada y próspera sin renunciar a sus raíces. Mientras muchos países europeos sufren los efectos del descontrol migratorio, la inseguridad y el colapso demográfico, Hungría aplica políticas que priorizan a las familias, defienden las fronteras y promueven un modelo económico sólido.
¿Por qué, entonces, tanta insistencia en demonizarla? Porque funciona. Porque su ejemplo es contagioso. Porque muestra que existe otra forma de gobernar, una que no se arrodilla ante lobbies ni agendas impuestas desde fuera. Una Europa con más países como Hungría sería menos manejable para quienes viven de la decadencia y del caos.
Por eso mienten. Por eso exageran. No temen a Hungría: temen que otros la imiten.