No nací en Europa, pero la llevo en la sangre. Como muchos (la gran mayoría) de los que están leyendo estas líneas, soy descendiente de esa civilización que, con luces y sombras, nos legó la idea de libertad, de ley, de república. Una Europa que entre muchas herencias nos legó palabras como dignidad, justicia y razón. Por eso, lo que ocurre allá no me es indiferente. Y lo que veo, desde esta orilla del mundo, es profundamente inquietante.
Las instituciones democráticas europeas están siendo erosionadas desde dentro por una estrategia milimétrica del islam político, que aprendió a usar las reglas del juego para imponer otras muy distintas. En ciudades de Francia, Alemania o el Reino Unido, ya no se discuten modelos de país, se discuten dogmas. Se vota por identidad religiosa, no por propuestas comunes.
La evidencia está sobre la mesa. Desde candidaturas islamistas que ganan terreno en zonas antes dominadas por partidos tradicionales, hasta informes de inteligencia que advierten sobre la infiltración de estructuras comunitarias por parte de grupos ligados a los “Hermanos Musulmanes”. El fenómeno no se trata solo de integración mal gestionada; es un proyecto ideológico en marcha está transformando la cultura europea desde adentro.
Lo más alarmante, sin embargo, es la pasividad. Una Europa que alguna vez levantó muros de ideas frente al totalitarismo, hoy se arrodilla frente al chantaje del relativismo. Calla por temor a ofender. Cede, una y otra vez, para no parecer intolerante. Y así, mientras los promotores del islam político avanzan sin pedir permiso, muchos europeos parecen ya no recordar lo qué están perdiendo.
Desde lejos, con respeto pero sin hipocresía, digo lo que muchos allá callan: Europa debe despertar. Defender sus valores no es racismo ni odio, es amor propio. Es la única forma de no traicionar a quienes, generación tras generación, construyeron ese legado que hoy está en peligro.
La gran mayoría de nosotros somos hijos de una Europa que, con todos sus errores, nos enseñó a valorar la libertad, el debate abierto y el derecho a disentir. Una Europa donde uno podía caminar por la calle sin mirar por encima del hombro, donde las diferencias no eran una amenaza sino una riqueza. Pero algo está cambiando. Y lo peor no es el cambio en sí, sino la indiferencia con la que lo estamos aceptando.
En barrios enteros de ciudades como Londres, París o Berlín, ya no se vota pensando en partidos o ideas, sino en clanes religiosos organizados. Jóvenes como Maheen Kamran ganan elecciones no por lo que proponen para todos, sino por representar a un colectivo cerrado, que no busca integrarse sino imponer su visión del mundo. ¿Cómo hemos llegado hasta acá?
La inteligencia francesa lo advirtió hace años: los Hermanos Musulmanes, bajo el disfraz de ONG o asociaciones culturales, están construyendo estructuras paralelas que responden más a la Sharía que a las constituciones nacionales. En Alemania, millones de ciudadanos de origen extranjero se movilizan políticamente en torno a identidades religiosas. Esto no es xenofobia ni alarma infundada: es una realidad que se palpa en cada elección local, en cada reglamento escolar modificado, en cada gesto de autocensura.
Lo que me duele, como heredero de esa Europa que está desapareciendo, no es que existan otras culturas —todas pueden enriquecer— sino que las nuestras estén siendo dejadas de lado por miedo, por culpa, por comodidad. La tolerancia se ha convertido en sumisión. Se ha confundido respeto con silencio. Y así, poco a poco, están renunciando a todo aquello que los (nos) hizo libres.
Si Europa quiere sobrevivir como proyecto civilizatorio, tiene que despertar. Tiene que volver a decir, sin complejos, quién es y qué valores no está dispuesta a negociar. Porque si no lo hace pronto, un día descubriremos que esa Europa ya no existe.