Pedro Sánchez ha demostrado ser mucho más que un político astuto: es un operador implacable, capaz de sobrevivir a cada escándalo, cada mentira y cada acto de corrupción que habría tumbado a cualquier otro líder en un sistema político sano. Mientras España se desangra moral, institucional y democráticamente, su figura permanece indemne. Nada lo salpica. Nada lo mancha. Todo le resbala: por eso, como bien lo bautizó el diario británico The Times, es el hombre de teflón.
El presidente del Gobierno ha convertido La Moncloa en un búnker de propaganda, blindado contra la crítica legítima y sostenido por una red de lealtades tejida a base de pactos espurios, chantajes políticos y reparto de poder. Los escándalos de corrupción que cercan a su entorno más cercano —incluida su propia esposa, Begoña Gómez— no son casos aislados ni malentendidos administrativos: son síntomas de una estructura de poder que ha naturalizado el abuso, la opacidad y el uso partidista del Estado.
Sánchez ha pactado con separatistas, indultado golpistas y negociado con prófugos de la justicia para sostenerse en el poder. Ha usado las instituciones como si fueran suyas: el CIS, RTVE, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía. Todo a su servicio. Todo manipulado, mientras el discurso oficial insiste en que se trata de “progresismo” y “avance democrático”. Pero no hay democracia donde se atropella la ley ni progreso donde la corrupción se normaliza.
Nada de lo que Sánchez pueda argumentar, borra las preguntas legítimas sobre los contratos, las fundaciones, las universidades y las relaciones promiscuas entre lo público y lo privado que orbitan alrededor del entorno presidencial. Tampoco elimina la percepción cada vez más extendida de que en España hay ciudadanos de primera y de segunda: los que están protegidos por el poder y los que deben soportarlo.
Pedro Sánchez ha institucionalizado el cinismo. Ha logrado hacer pasar la indignación por crispación, la crítica por odio y la oposición por amenaza. Su estrategia es clara: desgastar a los contrincantes mientras él se presenta como víctima de una supuesta “ultraderecha judicial” o de “campañas de desinformación”, aunque los hechos hablen por sí solos.
Pero por más que resbale, el teflón también se gasta. Y el hartazgo ciudadano crece. Porque una nación no puede sostenerse indefinidamente sobre la mentira, el clientelismo y la corrupción impune. Porque tarde o temprano, hasta el teflón se quema.