Hay formas evidentes de subversión, y otras más sutiles, más corrosivas y mucho más peligrosas. Lo que ha destapado la prensa europea en estos días es una de esas últimas: un esquema oscuro, institucionalizado y cínicamente planificado por Bruselas, en el que la Comisión Europea financia a ONGs «climáticas» para que hagan lobby a favor de sus propias políticas, en contra de los intereses económicos e industriales de los propios Estados miembros.
¿La excusa? El ya desgastado Pacto Verde Europeo. ¿La estrategia? Financiar con dinero público a activistas disfrazados de sociedad civil para que presionen a eurodiputados y gobiernos nacionales y así forzar normativas ecológicas que no fueron genuinamente debatidas ni aprobadas desde abajo, sino impuestas desde el corazón burocrático de una estructura que cada vez responde menos a los pueblos de Europa.
Lo ha dicho sin rodeos el diario De Telegraaf: ONGs ambientales fueron subvencionadas a cambio de «resultados concretos» en la modificación de leyes, con cláusulas explícitas para que reporten cómo influyen en votaciones clave. Esto no es filantropía, ni asistencia al desarrollo institucional: es corrupción institucionalizada, y peor aún, es una forma de ingeniería política en la sombra.
Mientras tanto, las empresas y los productores europeos, ya asfixiados por la regulación ecologista extrema, observan impotentes cómo son atacadas desde dentro, con fondos que ellas mismas financian mediante impuestos. Las naciones pierden competitividad. Las industrias se deslocalizan. Y todo en nombre de una cruzada climática que, bajo su barniz moralista, esconde una agenda claramente antiproductiva.
Este escándalo, más allá de su dimensión técnica, expone el verdadero rostro de la Unión Europea postnacional: un monstruo burocrático que se siente con derecho a financiar propaganda ideológica para doblegar la soberanía económica de sus miembros. Y lo más grave: lo hace con nuestros recursos, contra nosotros mismos.
Ha llegado el momento de exigir transparencia, auditorías y sanciones. Pero sobre todo, ha llegado el momento de replantear hasta qué punto queremos seguir delegando poder a una estructura que considera a los ciudadanos y a sus representantes democráticos como obstáculos que deben ser manipulados, no respetados.
Europa no necesita más burócratas con delirios de salvadores del planeta. Necesita volver a respetar a sus naciones, a sus productores y a sus industrias. Porque no hay soberanía ecológica sin soberanía económica, y no hay democracia real cuando las leyes se compran desde las oficinas de Bruselas con el dinero de todos.