Con la reciente aprobación de la ley conocida como “Stop Soros”, el gobierno del primer ministro húngaro Viktor Orbán ha vuelto a dejar claro que su prioridad no es agradar a los burócratas de Bruselas ni a las fundaciones extranjeras, sino proteger la soberanía del pueblo húngaro. En un mundo donde muchas naciones han renunciado a su identidad en nombre de una supuesta “sociedad civil global”, Hungría se ha atrevido a marcar un límite claro: las organizaciones financiadas desde el exterior, con fines ideológicos que atentan contra los valores nacionales, no tendrán vía libre para operar impunemente.
La ley no prohíbe a las ONG por el mero hecho de ser tales, sino que apunta con precisión quirúrgica a aquellas que, bajo la fachada de la filantropía, promueven una agenda contraria a la Constitución húngara, a sus tradiciones cristianas, a la institución de la familia y al orden biológico. Se trata, en esencia, de un mecanismo de defensa frente a una colonización ideológica encubierta y persistente, impulsada por redes que utilizan el financiamiento extranjero como arma de penetración cultural.
La nueva legislación establece que toda organización que reciba apoyo económico del exterior —incluidas fundaciones vinculadas a George Soros— deberá transparentar sus vínculos y podrá ser sancionada si sus actividades socavan la soberanía nacional. Las sanciones van desde multas proporcionales al financiamiento recibido hasta la clausura definitiva en caso de reincidencia. Más aún: la ley impide que se usen artilugios tributarios para esconder estas transferencias encubiertas disfrazadas de “donaciones”.
Mientras las élites progresistas en Occidente gritan “censura” y “autoritarismo”, la realidad es que Hungría simplemente está haciendo valer un principio básico del derecho internacional: ninguna nación está obligada a permitir que fuerzas extranjeras interfieran en su vida interna. Y menos aún cuando esas fuerzas promueven el debilitamiento de las raíces culturales, la demolición del concepto tradicional de familia, la disolución de fronteras y la importación de conflictos sociales ajenos.
Viktor Orbán ha comprendido algo que muchos líderes han olvidado: no hay libertad sin soberanía, y no hay soberanía sin orden moral. La ley “Stop Soros” no es un capricho autoritario, sino una defensa legítima contra un globalismo que pretende uniformar a los pueblos, vaciándolos de contenido espiritual y cultural.
Con esta medida, Hungría vuelve a ocupar el lugar que le corresponde: el de un país pequeño en tamaño, pero grande en coraje político, capaz de desafiar el consenso ideológico de las potencias globales en defensa de su identidad.