Una vez más, la crítica política en Paraguay queda reducida a una práctica empobrecida, casi tribal, donde el argumento nunca es lo importante. Importa quién lo dice, no qué se dice. Y si quien lo dice no encaja en el molde que la corrección política exige, entonces se activa la maquinaria del agravio personal, del escarnio, del intento de cancelación.
Días atrás, una intervención de la senadora Lizarella Valiente encendió los ánimos. Con claridad y sin rodeos, denunció la intromisión de ONG extranjeras en la redacción de proyectos de ley que colisionan con la identidad nacional y con la voluntad de la mayoría de los paraguayos. En vez de contestarle con razones, en vez de abrir el debate con ideas y documentos, lo que recibió fue una andanada de ataques personales: que si fue bailarina, que si es ignorante, que si no tiene formación. Nada sobre el fondo del asunto. Nada sobre el verdadero problema: el financiamiento externo de agendas que no fueron votadas en las urnas.
Esto no es un caso aislado. Es parte de una táctica cada vez más común, promovida por sectores que no tienen interés en confrontar argumentos porque sus proyectos no resisten la crítica seria. Por eso eligen destruir reputaciones antes que construir razones. Por eso buscan desacreditar al mensajero, para no tener que discutir el mensaje.
La costumbre de convertir toda disidencia en una cuestión personal es el síntoma más claro de una cultura política degradada. El insulto reemplaza al pensamiento, el escarnio a la reflexión. Y mientras tanto, los verdaderos temas (soberanía legislativa, la transparencia en el financiamiento o la legitimidad de ciertas agendas) quedan fuera de la conversación pública.
No se trata aquí de defender a la senadora Valiente quien, dicho sea de paso, ha demostrado carácter suficiente para defenderse sola, sino de alertar sobre un vicio cada vez más instalado: el de reemplazar el debate político con linchamientos personales. Así no se construye democracia, se demuele la posibilidad misma de discutir un proyecto común.
Es hora de volver a discutir ideas. Es hora de dejar de matar al mensajero y empezar, de una vez por todas, a escuchar el mensaje.