Por Ramón A. Gómez
Si dentro de la materia que hoy en día conocemos como economía se tuviera que elegir un tema como el más controvertido, tenemos que llevar a las primeras posiciones el que nos atañe hoy. ¿Cómo se forman los precios? Esto siempre se ha intentado comprender y fue estudiado profundamente, con mayor detenimiento, por los griegos. Con teorías como las de Platón y Aristóteles ya se mostraron las diferencias que puede haber cuando hablamos del tema, entendiendo claramente que las ideas del primero idealizaban lo que debería ser su República. Estas influencias enriquecieron los fundamentos de los clásicos, que no se vieron ajenos al debate, con aportes y teorías sentadas como las de David Ricardo (1772-1823), Adam Smith (1723-1790) y John Stuart Mill (1806-1873), entre otros. Teorías en las que posteriormente materialistas como Karl Marx (1818-1883) fundaron sus ideologías y las diseminaron por el mundo hasta la virtuosa aparición de Carl Menger (1840-1921), quien dio un giro al debate sobre cómo se forman los precios.
«[…]Las cosas que tienen el mayor valor en uso frecuentemente tienen poco o ningún valor en cambio; y, por el contrario, aquellas que tienen el mayor valor en cambio frecuentemente tienen poco o ningún valor en uso. Nada es más útil que el agua: pero con ella apenas se puede comprar algo; apenas se puede obtener algo en intercambio por ella. Un diamante, por el contrario, apenas tiene valor en uso; pero frecuentemente se puede obtener una gran cantidad de otros bienes a cambio de él». Adam Smith, Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776), (Libro I, Capítulo IV, p. 38).
Como he anticipado y por sobre todos los estudios previos de los clásicos respecto a lo que se denominó la «teoría del valor trabajo» o teorías y estudios sobre «precios justos», en palabras de Ludwig von Mises, los intelectuales tomaron como foco de estudio el concepto de la «utilidad», mejor dicho, la valoración de las cosas en arreglo a la utilidad que le confieren. Pero esto acarrea consigo una dicotomía en sí misma, llevándonos a cuestionar por qué algunas cosas de mayor utilidad, como el hierro, llegan a valer menos que cosas de menor utilidad práctica como el oro, la plata, etc. Este hecho los clásicos no pudieron conciliar, aunque en el pasado la escuela de Salamanca ya había dado grandes pistas al respecto con escolásticos estudiosos como Juan de Mariana (1536-1624) y Diego de Covarrubias y Leyva (1510-1577), entre otros. Hasta que nace una nueva escuela, la marginalista, que arrolladora como una locomotora, concluyó que la utilidad de las cosas se determina por la satisfacción adicional que obtiene una persona al consumir una unidad adicional de un bien, argumentando que el valor de un bien no depende de su utilidad total, sino de la denominada utilidad marginal.
Entre los marginalistas podemos encontrar, aparte de Carl Menger, a otros dos grandes exponentes: William Stanley Jevons (1835-1882), alineado a la Escuela de Cambridge, que se enfocó en la economía positiva, y Léon Walras (1834-1910), asociado a la Escuela de Lausana con un enfoque económico matemático que lo llevó a desarrollar la teoría del equilibrio general. Carl Menger fundó la Escuela Austriaca de Economía, de fundamentos deductivos, y a partir de allí comenzó una larga tradición económica que buscó no solo avanzar en los estudios sobre economía de los clásicos marcando sus falencias, sino que también abrazó los estudios de la filosofía política liberal llevándola a una evolución natural, con un contenido altamente moral e idealista cuyo fin principal es la búsqueda de la verdad y la libertad.
Pero, al fin de cuentas, ¿cómo se forman los precios?
«[…]En este sentido, utilidad equivale a idoneidad causal para la supresión de un cierto malestar. El hombre, al actuar, supone que determinada cosa va a incrementar su bienestar; a tal potencialidad denomina la utilidad del bien en cuestión. Para la praxeología, el término utilidad equivale a la importancia atribuida a cierta cosa en razón a su supuesta capacidad para suprimir determinada incomodidad humana. El concepto praxeológico de utilidad (valor de uso subjetivo, según la terminología de los primitivos economistas de la Escuela Austriaca) debe diferenciarse claramente del concepto técnico de utilidad (valor de uso objetivo, como decían los mismos economistas). El valor de uso en sentido objetivo es la relación existente entre una cosa y el efecto que la misma puede producir. Es al valor de uso objetivo al que se refiere la gente cuando habla del «valor calórico» o de la «potencia térmica» del carbón. El valor de uso de carácter subjetivo no tiene por qué coincidir con el valor de uso objetivo. Hay cosas a las cuales se atribuye valor de uso subjetivo simplemente porque se supone erróneamente que gozan de capacidad para producir ciertos efectos deseados. Por otro lado, existen cosas que pueden provocar consecuencias deseadas, a las cuales, sin embargo, no se atribuye valor alguno de uso, por cuanto se ignora dicha potencialidad». Mises, L. von. (1949). La acción humana: Tratado de economía. (capítulo VII: La acción en el mundo, 1. La ley de utilidad marginal, p. 222).
En conclusión, y aunque parezca que hablamos de cosas diferentes, existen ecuaciones que explican de forma más compleja y matemática el punto de equilibrio utilizando las curvas que lo grafican, como las de Alfred Marshall (1842-1924). Pero, el precio es un mecanismo de información que representa un conjunto de factores tan amplio y complejo que hace imposible su determinación matemática precisa. En realidad, representa el monto monetario que cada individuo está dispuesto a entregar para encontrar una utilidad subjetiva y personal por dicho intercambio.