El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, anunció su dimisión tras casi una década al frente del gobierno y como líder del Partido Liberal. Este hecho marca el final de una era caracterizada por promesas progresistas, pero también por una gestión plagada de controversias y desafíos que erosionaron su popularidad y la credibilidad de su partido.
El deterioro de su liderazgo se aceleró en los últimos años debido a una serie de escándalos y fallas de gestión. Las acusaciones de injerencia en el sistema judicial durante el caso SNC-Lavalin, su incapacidad para abordar la crisis de asequibilidad en Canadá, y las crecientes tensiones con sectores indígenas debido a proyectos energéticos controversiales, erosionaron su imagen. Además, la salida de figuras clave como la ministra de Finanzas, Chrystia Freeland, reflejó las tensiones internas en su gabinete.
La gestión de Trudeau también estuvo marcada por una polarización creciente. Su enfoque en políticas identitarias y su inclinación por el simbolismo sobre el contenido real alienaron a sectores significativos de la población, especialmente en las provincias occidentales, donde el sentimiento de exclusión del gobierno central se profundizó. Al mismo tiempo, su aparente desconexión de las preocupaciones económicas de la clase media y trabajadora alimentó el descontento generalizado.
Su sucesor heredará un Partido Liberal debilitado, con pocas perspectivas de triunfo frente a un Partido Conservador fortalecido bajo el liderazgo de Pierre Poilievre, quien ha capitalizado el descontento popular con propuestas claras y una retórica que conecta con los votantes desilusionados.