El reconocido ex futbolista y entrenador Alejandro Sabella murió este martes a los a los 66 años por un virus intrahospitalario que complicó una cardiopatía aguda.
Se apaga otra vida del fútbol y se encienden los recuerdos. Aquellos que marcaron a la persona en el día a día, independientemente de esa pelota que fue su vínculo con la notoriedad. Alejandro Sabella fue un buen padre, esposo y amigo, pero fundamentalmente, un gran profesional. Fue ese “10” elegante que se destacó en River, muy a pesar de jugar bajo la sombra del Beto Alonso; que triunfó en Inglaterra antes de la Guerra y dejó una huella imborrable en Estudiantes. También, un notable entrenador que se dio el gusto de ganar la Copa Libertadores y estuvo muy cerca de igualar a uno de sus maestros, Carlos Salvador Bilardo.
Su salud no estaba bien. A tal punto, que después del Mundial de Brasil 2014, el que la Selección Argentina estuvo a minutos de ganar pero sucumbió contra Alemania en el Maracaná, no volvió a dirigir. Por más que no le hayan faltado ofertas, claro. Y lo llora el país futbolero.
Pudo ser abogado y darán fe aquellos jóvenes que transitaban la Facultad de Derecho en la década del setenta sin imaginar que, muy pronto, llegarían los años de plomo. Eran los tiempos del pantalón Oxford y el cabello largo, el look dominante. Sin embargo, a Sabella le tiraba más la pelota que los libros y se sentía más cómodo con shorcitos y botines, sobre el verde césped que lo consagraría como futbolista. Fue en 1975, nada menos, cuando cambió el mapa del fútbol para River y para el Cabezón, apodo que arrastraba desde que era un niño inquieto de Barrio Norte. Ya había debutado con la banda roja, pero la esperada consagración después de 18 años aciagos lo motorizó.
Había llegado a Núñez a través de un delegado amigo del papá de un compañero de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires. Del club insignia de los bosques de Palermo se hizo socio a los 4 años. Su padre, Luis, alias Toto, jugaba el torneo senior, pero al menor de sus hijos lo acompañaba en los campeonatos internos. Era común verlo a Don Sabella anotar en su planilla, detrás del arco, las estadísticas de cada partido. Junto al líder de la familia estaba Nelly, la mamá. Su hermano mayor, Marcelo, jugaba al fútbol, aunque más tarde sería ingeniero agrónomo como su papá.
Sabella era diestro, pero “como todos los 10 eran zurdos” aprendió y nunca dejó de patear con la izquierda. Lo probó Bruno Rodolfi, histórico volante central mendocino, diez veces campeón con River. Quedó, claro. Porque era de físico chiquito, pero talentoso. Y pensar que era fanático de Boca y admirador de Rojitas.
Ya era Pachorra, apodo con el que el relator Marcelo Araujo lo bautizó en el Sudamericano Juvenil de 1974 porque le gustaba dormir la siesta. Roberto Perfumo le decía el “Mago”. Fueron 4 años en River y decidió emigrar. No había lugar para Alonso y para él. Ubaldo Rattín, representante del Sheffield United en la Argentina, le ofreció jugar en Inglaterra. Ya le había dicho “no” Mario Zanabria, figura de Boca, y Sabella no dudó. Los ingleses quedaron encantados con su juego después de un Superclásico y lo ficharon.
Con Sheffield se fue al descenso, pero en el año 2000 fue elegido como uno de los mejores futbolistas del siglo por el club del condado de Yorkshire del Sur. A bordo de su talento fue transferido al Leeds United. Jugó 23 partidos y marcó 2 goles hasta que llegó Carlos Salvador Bilardo para convencer a los ingleses de que le dieran el pase por… ¡2 mil dólares!
En Estudiantes no sólo jugó tres temporadas; hizo de La Plata su nueva casa. Allí conoció a Silvana, su señora y madre de dos de sus cuatro hijos en segundas nupcias. Se consagró en el Metropolitano de 1982 y del Nacional de 1983. En 1985 recaló en Gremio y fue bicampeón gaúcho. Regresó a La Plata. Ferro e Irapuato de México marcaron el final de su carrera.
De River se había llevado una amistad grande con Daniel Passarella. Y a Núñez volvió junto al Kaiser como ayudante de campo. Con perfil bajo, también acompañó al entrenador en la Selección Argentina. Fue una revancha personal para Sabella, que no había podido jugar el Mundial ’86. Competía con Diego Maradona y Ricardo Enrique Bochini, ni más ni menos.
Con su amigo también estuvo en el Parma de Italia, la Selección de Uruguay, Monterrey de México, Corinthians de Brasil y de nuevo en River. Passarella optó por la política y se candidateó a presidente en Udaondo y Figueroa Alcorta y Sabella recibió un llamado inesperado, el de Juan Ramón Verón. El papá de la Brujita le hizo un contacto con Estudiantes. Y después de 15 años como segunda guitarra, asumió el rol estelar. Lo que siguió fue una de las páginas más gloriosas de la historia pincha: la cuarta Copa Libertadores en 2009.
Aquel equipo quedó en la historia: Mariano Andújar; Cristian Cellay, Rolando Schiavi, Leandro Desábato, Germán Ré; Enzo Pérez, Rodrigo Braña, Juan Sebastián Verón, Leandro Benítez; Gastón Fernández y Mauro Boselli tocaron el cielo del Mineirao con las manos y bañaron de gloria a Estudiantes ante Cruzeiro. Apostó a la mística y tuvo su resultado. De hecho, la primera charla técnica la dio con una camiseta rojiblanca en la mano.
Lo esencial era invisible a los ojos, decía el escritor y aviador francés. Sabella escondía detrás de su mirada a un tipo noble, leal. «Personas como vos nos dejan mucho más que glorias deportivas… Sos el orgullo de un equipo con corazón», fue la leyenda del pasacalle que sus amigos le colgaron en la puerta de su casa de Tolosa cuando volvió del Mundial.
Los alemanes le quitaron la posibilidad de subirse al pedestal de César Luis Menotti y el propio Bilardo, uno de sus mentores. Los otros fueron Angel Labruna, su primer entrenador; Valdir Espinoza, el estratega que en Gremio le enseñó que “el fútbol es una lucha por los espacios, el que mejor y más rápido los ocupa, gana”; Rubens Minelli, otro brasileño; Harry Haslan, entrenador en Sheffield; y Eduardo Luján Manera.
Nunca volvió a ver aquella final en el Maracaná que lo marcó. “Quiero creer que es como un acto de defensa del ser humano, de la mente: no lo querés ver de nuevo para no armargarte. Me parece que hay un poco de eso», confesó.
No pudo cruzar el Rubicón, como había dicho después de vencer a Holanda por penales. Julio César había dicho, cuando se metió en el río junto a sus tropas para recuperar Roma, “la suerte está echada”. Sabella lo sabía, por eso no quiso volver a dirigir.
“El día a día es demasiado exigente”, dijo hace dos años, cuando se pudo recuperar de un cáncer. Entonces, aseguró: «Cuando yo estaba peleando para ver si seguía acá con ustedes o me iba para el otro lado, me acordé lo que les decía a mis alumnos, a mis jugadores: ‘No pueden dar menos del 100%’. Y si se los pedía a ellos, yo tenía que luchar para mantenerme con vida». Y luchó hasta el final, claro. Hasta que el corazón le falló y dijo adiós.