La revolución francesa había instalado la idea de que por medio de la concentración del poder político y la planificación central de la economía se podía lograr una sociedad basada en los ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad. El clima de ideas materialistas, la noción de que, basado en la ciencia, el progreso era inevitable, la creencia de que la acción política podría cambiar, inclusive, la naturaleza humana, bullían en el ambiente cultural de la Francia, incluso años después de la sangría revolucionaria.
Surge entonces, por aquellos tiempos, en el congreso francés, una disputa entre un defensor del proceso revolucionario, Alphonse de Lamartine y un tal Bastiat. Lamartine era un erudito que pertenecía a la extinta facción política, seguidores de Brissot, que, durante la Asamblea Nacional y la Asamblea Constituyente, se opusieron a los protocomunista denominados “Jacobinos” o “Montañeses”. Los brissotistas, hijos moderados de Rousseau, aunque hijos al fin, fueron denominados por este historiador francés, Lamartine, como “girondinos”.
Lamartine, el último girondino, solía discutir con uno de los pocos liberales clásicos de la época, el audaz y brillante polemista Frédéric Bastiat, quien también llegó a ser diputado de la asamblea nacional. Este último relata que, en un intercambio epistolar con Lamartine, también diputado, este le reprochó que su visión política se encontraba incompleta.
– «Vuestra doctrina no es más que la mitad de mi programa: os habéis detenido en la libertad, mientras que yo ya estoy en la fraternidad», se despachó Lamartine.
Esta soberbia expresión aludía a que el programa revolucionario francés declaraba la libertad, la igualdad y la fraternidad entre todos los franceses.
Bastiat, agudamente, le respondió:
– «La segunda mitad de vuestro programa habrá de destruir la primera».
La lógica era implacable. Naturalmente, si el ideario de la revolución declaraba la libertad y la igualdad entre los hombres, ordenar la fraternidad, en un tercer momento, iba en contra de los dos principios previamente enarbolados.
Bastiat concluiría, respecto de su intercambio con Lamartine:
La lección para la posteridad es que no se pueden imponer obligaciones fraternas a los individuos, sino que estás deben nacer espontáneamente; nadie puede obligarte a sentir afecto fraternal por otra persona, el amor, el cariño, la fraternidad, en última instancia, no se imponen, a no ser que estemos dispuestos a destruir nuestra agencia, y con ella, nuestra dignidad personal.
Coaccionar desde un poder central para impulsar el amor entre los seres humanos, no solo es un despropósito porque ignora los delicados y espontáneos resortes del afecto, sino porque, además, desconoce la naturaleza humana y sobrevalora el fatuo poder de esa violenta maquinaria burocrática denominada Estado.