A menudo, cuando se habla de impuestos, los que están a favor de los mismos, utilizan como alegato final, con cierto aire triunfalista, la famosa frase, atribuida al poeta norteamericano Oliver Wendell Holmes[1] “los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada”. No me sorprende que los ignorantes de la historia, la política y la economía usen argumentos que suenen bien, provenientes del mundo de la poesía. A menudo, los estatistas de la derecha y la izquierda, por igual, sostienen las más variadas sinrazones solo por el hecho de suenan bonito. La teoría política y la economía se han arrodillado frente a la poesía en estos tiempos posmodernos.
Sin embargo, la historia de los impuestos es la historia de la esclavitud. Los impuestos y tributos que históricamente han sido un signo de sometimiento de poblaciones enteras a los vencedores de contiendas bélicas son, por lo tanto, una consecuencia directa de la guerra y la violencia. Los impuestos, así, no son “el precio de la civilización” sino su contrario, son la evidencia de que fracasamos como civilización, y cuanto mayor sea la carga tributaria que pesa sobre cada esclavo moderno, mayor será el fracaso de nuestra sociedad.
¿Entonces, cuál es el precio de la civilización? Es la responsabilidad personal para tener el valor de establecer un plan vital y hacerse cargo de él. La moneda con la que se paga una vida libre es la responsabilidad, y al margen de esta no puede haber civilización alguna. Transferir paulatinamente mayores cantidades de nuestras propiedades, en carácter de impuestos, a un poder central, es contrario a la civilización porque atenta contra los medios que nos permiten articular nuestro plan de vida, de manera libre y responsable. No es extraño, entonces, que a medida que el poder político confisque mayores cantidades de nuestras propiedades, más paternalista se vuelva, y a expensas del espacio personal medre el espacio de “lo político”, es decir, el orden de “lo público”. Es el retorno a la tribu[2], donde no existía lo personal, lo privado, donde todo era público, comunal, colectivo. Algunas de estas hordas colectivistas, que piden más impuestos, suelen gritar desaforadamente “lo personal es político”. Como ustedes sabrán, la tribu es lo contrario a la civilización. Es la cultura de la violación, la violencia, el despojo, la muerte, aunque no faltarán algunos románticos, propensos a la poesía, que sostengan que los aborígenes neolíticos eran comunidades idílicas, donde no existía la maldad y vivían en un estado de eterna inocencia. El mito del buen salvaje también es poesía[3].
A menudo, los ingenieros sociales aplauden a los intelectuales que producen argumentos en favor de la confiscación arbitraria de la propiedad llamada impuesto porque esta confiscación forzosa reduce el poder de los individuos para ampliar sus espacios personales y llevar adelante sus planes vitales, a la vez que aumenta el espacio del poder político para implementar “sus planes”. Desde teoría de los juegos los impuestos son un juego de suma cero. Cuantos más impuestos pesen sobre cada ciudadano, menos podrá este realizar su plan de vida y más podrán llevar adelante sus planes los políticos, burócratas e ingenieros sociales. Es importante recordar que, el fundamento de la civilización es la propiedad privada, y el precio por vivir en ella es la responsabilidad personal. No existo otra civilización posible, aunque los poetas y novelistas digan lo contrario.
[1] Oliver Wendell Holmes, poeta norteamericano (1809-1894)
[2] “No existe el retorno a un estado armonioso con la naturaleza. Si damos la vuelta, tendremos que recorrer todo el camino de nuevo y retornar a las bestias”. Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, p. 195.
[3] El mito del buen salvaje fue articulado por primera vez en la obra dramática “La conquista de Granada”, del poeta inglés John Dryden, en 1670.