Hay odios que nunca desaparecen del todo. Se repliegan, mutan, esperan. Y cuando el mundo entra en una etapa de incertidumbre, cuando las certezas se resquebrajan, la economía cruje y la política pierde rumbo, reaparecen con una fuerza brutal. El antisemitismo es uno de ellos. No como una reliquia del pasado, sino como una pulsión persistente que vuelve cada vez que las sociedades prefieren buscar culpables antes que asumir responsabilidades.
No es casual que hoy, en pleno siglo XXI, sinagogas, escuelas judías y celebraciones religiosas necesiten custodia armada en ciudades que se dicen modernas y tolerantes. Tampoco es casual que, una vez más, los judíos sean empujados al rol de chivo expiatorio universal. Cuando el mundo se siente perdido, siempre hay quienes señalan al mismo enemigo de siempre. Es más fácil odiar que pensar.
El antisemitismo actual se disfraza de causas nobles. Se camufla bajo consignas políticas, bajo un lenguaje supuestamente humanitario, bajo la máscara de la justicia social. Pero el mecanismo es el mismo de siempre: deshumanizar, estigmatizar y señalar colectivamente. Hoy, muchos dan por sentado que todo judío es culpable por asociación, que todo judío es responsable de una guerra, que todo judío debe rendir cuentas por decisiones que no tomó. Esa lógica no es política: es tribal, primitiva y peligrosa.
Hay una alianza incómoda, pero real, entre sectores de la izquierda radical y el islamismo militante, unidas por un enemigo común: Israel, y por extensión, el pueblo judío. Bajo el relato de la “resistencia” y la “liberación”, se justifica el odio, se relativiza el terrorismo y se normaliza un discurso que en cualquier otro contexto sería denunciado como racista y violento. El resultado está a la vista: ataques, intimidación, miedo. Y demasiados silencios cómplices.
Lo más inquietante no es solo la violencia en sí, sino la tibieza de quienes deberían poner límites claros. Gobiernos que condenan atrocidades con comunicados correctos, pero evitan decisiones incómodas. Dirigentes que prefieren no “provocar”, no incomodar a electorados sensibles, no enfrentarse a sectores radicalizados. Así, el miedo cambia de bando: ya no lo sienten los violentos, lo sienten las víctimas.
Sin embargo, algo empieza a resquebrajarse en ese consenso blando. Cada vez más ciudadanos perciben que el multiculturalismo declamado, sin reglas ni exigencias, ha fracasado. Que no toda cultura es compatible con una sociedad plural y libre si no acepta límites básicos. Que tolerar al intolerante no es virtud, es suicidio moral. Europa empieza a discutirlo en voz alta; otros países lo observan con atención.
La historia enseña a quien quiera escuchar que el antisemitismo nunca se detiene solo en los judíos. Es un síntoma, no una excepción. Cuando una sociedad permite que el odio se normalice contra un grupo, el deterioro moral ya está en marcha. Defender a los judíos hoy no es solo un acto de justicia con una minoría perseguida: es una defensa elemental de la civilización, del Estado de derecho y del valor irrenunciable de la dignidad humana.
Callar, una vez más, no es neutralidad. Es tomar partido. Y la historia ya dejó claro de qué lado quedan los que miran para otro lado.




